Los traeré a mi monte santo:

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Así dice el Señor: -A los extranjeros los traeré a mi monte santo, los alegraré en mi casa, aceptaré sobre mi altar sus ofrendas”. Las palabras de la profecía desvelan al creyente un proyecto que, por ser de Dios, ha de considerarse más cierto, más fundado y más real que lo ya acontecido, pues Dios sueña lo que ama y hace lo que sueña.

Considera en primer lugar la acción que el Señor va a realizar: “A los extranjeros los traeré, los alegraré, aceptaré sus ofrendas”.

Lo primero que va a hacer el Señor es “traerlos”. El espíritu de Dios los llamará, su palabra poderosa los convocará, su brazo invencible los reunirá, y formarán una asamblea sorprendente, una comunidad novedosa, una Iglesia de “hijos de forastero”.

Los alegraré”: El Señor los traerá para alegrarlos, los reunirá para que participen en la fiesta de la salvación.

Aceptaré sus ofrendas”: Dios mirará holocaustos y sacrificios de los extranjeros, como había mirado el sacrificio de Abel, como se había complacido en el sacrificio de Noé, como había aceptado el sacrificio de Abrahán. “Aceptaré sus ofrendas”, dice el Señor, y esa revelación da razón de la alegría, ése es el evangelio que da razón de la fiesta.

Considera ahora el lugar donde todo acontece: “Mi monte santo”, “mi casa de oración”, “mi altar”. Es un único y mismo lugar, el monte Sión, la ciudad del gran Rey, la morada del Altísimo, su templo, su altar, la casa donde los hijos del forastero se alegrarán con el Dios de Israel, y donde el Dios de Israel recibirá complacido a los hijos del forastero, casa de Dios, casa de oración para todos los pueblos. En esa casa, en el lugar de la oración, la fe intuye que encontrará la abundancia del paraíso y de la tierra prometida, la alegría de la comunión restablecida, la fiesta de un encuentro ardientemente deseado, la dicha de la alianza renovada.

Ahora, Iglesia santa, ya sabes lo que significan las palabras de tu canto responsorial. Mientras el salmista decía: “El Señor tenga piedad y nos bendiga”, tu corazón recordaba: “Los traeré a mi monte santo”. El salmista proseguía: “El Señor ilumine su rostro sobre nosotros”; y tu mente se recreaba en la palabra del Señor: “Los alegraré en mi casa”. El salmista añadía: “Conozcan los pueblos tu salvación”; y todo tu ser desbordaba de gozo con el Señor, porque él, tu Dios, había querido mirar complacido tu ofrenda. Mientras el salmista te invitaba a entonar un canto de alegría, el Señor ya había puesto en ti la alegría para ese canto. “Riges la tierra con justicia”, decía el salmista, “riges los pueblos con rectitud”, “gobiernas las naciones de la tierra”, y, al escuchar su salmo, el corazón te devolvía el eco de la palabra de tu Dios: “Los traeré a mi monte santo”, “los alegraré en mi casa”, “aceptaré sus ofrendas”.

Con todo, no hemos hecho más que asomarnos al misterio que hoy se nos revela. El evangelio de este domingo nos guiará con su luz al centro mismo del sueño de Dios. Has oído que allí se hablaba de una mujer cananea, una pagana que para el pueblo de Dios era sólo una “hija de forastero”. Esta mujer, empujada por la fuerza de su pobreza y de su fe, grita detrás de Jesús el estribillo de la propia miseria. Sólo lleva con ella su pobreza, su fe y su grito, y allí, en Jesús, encontrará lo que desea, lo que espera, lo que pide, lo que grita; allí encontrará con la salvación la alegría, con la liberación la fiesta, con Jesús todo lo que el Dios de Israel puede dar.

Ahora, Iglesia creyente y pobre, ya puedes dejar las figuras por la realidad. Olvida el monte Sión, el templo de Jerusalén, su altar de los holocaustos, y haz memoria de Cristo resucitado. Él es el monte santo donde Dios habita; él es la casa donde Dios nos alegra; su cuerpo es el altar donde Dios acepta nuestras ofrendas. Deja que resuenen de nuevo en tu corazón las palabras de la profecía: “Los traeré a mi Hijo”, a mi monte santo, a la sala de mi festín, al banquete de la eucaristía; “los alegraré en mi Hijo”, en mi casa, en mi Iglesia, en mi asamblea santa, allí los atenderé, allí los liberaré, allí les haré ver mi salvación; “aceptaré sus ofrendas en mi Hijo” y volverán a sentir el gozo de la amistad con Dios, la fiesta del encuentro, la dicha de una alianza eterna.

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Lo que precede lo escribí hace tres años.

Hoy, la celebración ya cercana de la Jornada mundial de la Juventud me parece un icono de la asamblea santa y única que el profeta anunció, y que Dios, con la fuerza del Espíritu, ha convocado en el cuerpo de su Hijo: “Así dice el Señor: -A los extranjeros los traeré a mi monte santo, los alegraré en mi casa, aceptaré sobre mi altar sus ofrendas”. En Madrid podremos ver una comunidad de hombres y mujeres alcanzados por la gracia de Dios, una comunidad de “hijos de forastero” que, como la mujer cananea, se sentaron por la fe a la mesa de los hijos de Dios y gustaron la alegría de la salvación.

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Iglesia creyente y pobre, que has comido el pan de los hijos en la mesa de Dios, no dejes de ofrecer a tu Dios, a sus pobres, en tu mesa, la salvación que necesitan.

Feliz domingo.

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