Los religiosos en la vida diocesana

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Los religiosos, en el pleno sentido de la palabra -y de modo especial- son miembros de la familia diocesana, es decir miembros de esa Iglesia particular que se llama Diócesis (cf. CD 11). Ahora bien, plantearse cuál es la misión de los religiosos en la vida diocesana no es equivalente a decir qué acciones pastorales tienen que desarrollar en las comunidades parroquiales, o, en otros ámbitos de la vida diocesana. Nos quedaríamos en una simplificación puramente casuística si en esta reflexión únicamente abundáramos en el planeamiento de cómo pueden colaborar prácticamente los religiosos en la realidad diocesana, ya que los religiosos en su quehacer apostólico o pastoral, no deben ser considerados como meros “suplentes” de y su actividad pastoral no debe ser tenida nunca como “subsidiaria” respecto de la del clero secular.

Los religiosos en el corazón de la Iglesia particular

La vida consagrada “está en el corazón mismo de la Iglesia como elemento decisivo para su misión”2. Y los religiosos estarán en el corazón mismo de la Iglesia particular cuando desde sus carismas quieran ayudar a la Iglesia diocesana a ser fiel a la misión que el Señor le ha encomendado en un lugar determinado. Para ello, estan llamados a vivir:

Una espiritualidad de presencia testimonial

La Iglesia diocesana está llamada a transmitir y anunciar la Buena Noticia a los hombres y mujeres de un lugar determinado, con sus condicionantes históricos, culturales, sociales, económicos, etc. Presupone que el mensaje de Cristo se encarne auténticamente en las mentes y en las vidas de la gente de un pueblo. Y ello, no puede hacerse sin una presencia gratuita y amorosa en un ambiente concreto.

Los religiosos han sido llamados por el Señor para “estar” y “hacer presente” con sus vidas el amor total, gratuito y misericordioso de Dios, en los lugares a los que han sido enviados por su congregación.

A ellos les corresponde ayudar a la Iglesia diocesana en esta labor de presencia evangelizadora, de cercanía y acogida a los hombres y mujeres de este pueblo peregrino, porque como dice el Concilio en la Gaudium et Spes 1, la Iglesia está llamada a vivir en constante solidaridad con los hombres y mujeres de este mundo, haciendo nuestras sus alegrías, sus dolores, sufrimientos, aspiraciones y preocupaciones.

Lo primero que han de aportar es presencia evangélica en los pueblos y barrios, que revela que Dios hoy está entre nosotros, que Dios habla, que Dios ama, que Dios camina con nosotros. Y desde la cercanía pueden ayudar a llevar a cabo ese diálogo tan necesario, para que la Palabra de Dios llegue a la gente en su lenguaje, en sus tradiciones y situaciones concretas.

Metidos en corazón de la vida cotidiana del pueblo o barrio pueden aportar a la diócesis, a la parroquia, a los movimientos y asociaciones, lo que están viendo en el interior de las familias, de los ambientes, todo cuanto se esté cociendo en la vida de la gente.

Hoy más que nunca, cuando se está dando un gran alejamiento de la fe, corremos el riesgo de aislarnos y refugiarnos en nuestros pequeños ámbitos donde nos encontramos a salvo, buscando aquellas acciones pastorales en las que nos encontramos más seguros, más realizados y satisfechos.

Sin embargo, es el momento de vivir una espiritualidad de peregrinaje, de riesgo, de insertarse en medio del mundo con el corazón de Dios, queriendo llevar a cabo su plan de salvación en medio de él: reunir a los hijos dispersos.

Y será ahí, en esos ambientes nada propicios para acoger a la Iglesia, donde han de estar trabajando a fondo perdido, dando testimonio con gestos, signos y palabras que Dios es amor.

Es fundamental, por tanto, preguntarse dónde y cómo los religiosos están haciendo presente hoy en medio de la Iglesia particular. Son como la avanzadilla de la diócesis, preparan la tierra, para que está pueda ser sembrada y llegue a dar fruto.

Ciertamente esta presencia no se podrá realizar sin vivir una intimidad amorosa y cercana con Jesús, queriendo seguir sus pasos de encarnación y presencia en medio de su pueblo. La presencia no es para que nos conozcan a nosotros, y así podamos tener prestigio y ser considerados en un barrio o pueblo, sino para dar a conocer el rostro de Jesús. Desde este planteamiento ¿no habrá que plantearse las presencias en las diócesis?

Una espiritualidad de comunión

“La Iglesia es esencialmente misterio de comunión, «muchedumbre reunida por la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo». La vida fraterna quiere reflejar la hondura y la riqueza de este misterio, configurándose como espacio humano habitado por la Trinidad… Los ámbitos y las modalidades en que se manifiesta la comunión fraterna en la vida eclesial son muchos. Con la constante promoción del amor fraterno en la forma de vida común, la vida consagrada pone de manifiesto que la participación en la comunión trinitaria puede transformar las relaciones humanas, creando un nuevo tipo de solidaridad. Ella indica de este modo a los hombres tanto la belleza de la comunión fraterna, como los caminos concretos que a ésta conducen. Las personas consagradas, en efecto, viven «para» Dios y «de» Dios…” (VC 41).

En primer lugar, las personas de vida consagrada, están llamadas a vivir en plena y total comunión con Dios, llenándose de su amor, introduciéndose en su corazón, para hacer que esa relación de amor entre las tres personas sea la fuente y la referencia de la vida fraterna. Por eso, no será posible vivir una comunión con los demás, si ésta no nace de la comunión íntima con Dios, de querer ser oyentes de su Palabra, de contemplar la vida amorosa y salvadora de Dios. Los religiosos están llamados a hablar con apasionamiento de Dios, porque le conocen de cerca.

Juan Pablo II, en la Novo Millenio Ineunte, 43 nos decía que el gran desafío que tenemos es hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la comunión. Para ello, nos invitaba a todos a promover una espiritualidad de la comunión.

Y en Vita Consecrata se concreta cómo puede vivirse en la vida religiosa esta espiritualidad de comunión, reforzando los vínculos de la comunión, la unidad, la colaboración dentro de la Iglesia diocesana. En el número 51 dirá: “La Iglesia encomienda a las comunidades de vida consagrada la particular tarea de fomentar la espiritualidad de la comunión, ante todo en su interior y, además, en la comunidad eclesial misma y más allá aún de sus confines, entablando o restableciendo constantemente el diálogo de la caridad, sobre todo allí donde el mundo de hoy está desgarrado por el odio étnico o las locuras homicidas”.

La exhortación apostólica habla de una espiritualidad de comunión, que deberá vivirse en una triple dirección:

a) Hacia la Trinidad, experimentado el amor de Dios Padre, el amor entregado de su Hijo, y el amor derramado del Espíritu.

b) Hacia el interior de la comunidad de la que forman parte viviendo la unidad, la comunión, el cariño mutuo, la corrección fraterna, la puesta en común de cuanto se vive y se siente, la ayuda mutua, el discernimiento comunitario de la misión, etc.

c) Hacia el exterior diría que en una doble vertiente: Primero, hacia la gente e instituciones del pueblo o barrio: fomentando la unidad y ayudando a superar divisiones, enfrentamientos, prejuicios y enseñando a dialogar y a tratarnos con tolerancia y respeto. Segundo, fomentando la unidad dentro de la parroquia en la que nos situamos. Es necesario vivir la comunión con los sacerdotes y con los laicos con los que se trabaja pastoralmente. Ésta comunión no estará exenta, a veces, de tensiones, de diálogo paciente, de momentos oportunos para comunicar cuanto sea necesario, etc. Pero esta comunión no puede limitarse al ámbito parroquial, debe darse con toda la Iglesia particular, con su obispo, como presidente de la misma. Y una manera práctica de estar en comunión es trabajar al unísono con la comunidad diocesana, situando el trabajo pastoral en el ámbito del Plan Pastoral Diocesano. No se trata de trabajar en paralelo, o, al margen del proceso educativo evangelizador, que esté llevando la comunidad diocesana, sino de ver qué podemos aportar, siempre desde nuestro carisma, a cuanto tiene planificado la Diócesis.

Una espiritualidad de abajamiento y pobreza

La Palabra se hizo carne en los gestos, palabras y acciones de Jesús. El Padre nos ha dicho lo que quiere de nosotros, sus hijos, en la persona de Jesús, su Hijo. Por la Encarnación, el amor universal de Dios se hace misericordia entrañable (Lc 15, 20-21), camino samaritano (Lc 10, 33-35), cercanía sanadora (Lc 8, 44. 53-54).

Jesús proclama nítidamente dicho amor a lo largo de su vida y lo sella con su total entrega en la cruz. Es el mismo amor a los pobres el que impulsa a Jesús a enfrentarse a los poderes sociales, religiosos y políticos de su tiempo, de modo que su predicación se torna con frecuencia en denuncia para los instalados y en buena noticia para los desechados. En ese contexto, se actualiza la Palabra que se hace carne en un lugar y en unas circunstancias concretas, en un mundo que margina y que justifica la marginación. En Jesús entendemos que no puede ser creíble una palabra de amor, liberación y dignidad más que cuando se dice desde el pobre y el marginado, en los que el Señor sigue identificándose.

Y hoy, los religiosos están llamados a seguir actualizando esa Palabra de Dios desde el amor y cercanía a los pobres, a los excluidos, solos, enfermos y marginados. Los religiosos estan llamados a hacer memoria del Dios en el que creemos dentro de las Iglesias particulares, recordando con vuestros gestos, actitudes y palabras, cómo es el Dios en el que creemos. Y ello requiere de una espiritualidad de inserción en el mundo de los pobres. Al mismo tiempo, es una espiritualidad de solidaridad, para “buscar y salvar lo que estaba perdido” (cf. Lc 19, 20). Y esta solidaridad pasa por amar a los pobres con el corazón de Dios, corazón universal y de ternura: “si me falta el amor, nada me aprovecha” (1 Cor 13, 3). No se trata solamente de hacer el trabajo con los pobres con profesionalidad técnica, aunque eso es hoy fundamental, dice Benedicto XVI que es necesario saber conjugar el amor y la justicia (cf. DC 26-29). Lo que se quiere poner de manifiesto en esta acción social es que Dios está allí a través de cuanto hacen los religiosos y religiosas que son icono de Dios. ¿Qué Dios llegan a descubrir los pobres en el quehacer en medio de ellos?

La espiritualidad de abajamiento y de pobreza, lleva a los religiosos a actuar con gratuidad, y sin búsqueda de protagonismo alguno, queriendo actuar en coordinación tanto con los organismos de la Iglesia diocesana como con los organismos civiles, sin perder nunca identidad.

Y en los ámbitos tanto parroquiales como diocesanos han de recordar con su vida la opción de Dios por los pobres, y preguntar constantemente cómo están siendo acogidos y tratados los pobres de ese lugar concreto. Su voto de pobreza lleva a vivir en una total y plena libertad, para no sentirse condicionados por nadie, sólo es el Espíritu de Jesús.

De este modo se anuncia la gran obra que el Padre quiere realizar en la persona del Hijo: instaurar un nuevo orden en el que se acabe la opresión de los pobres y la humanidad viva la experiencia de la fraternidad.

Por eso, cuando los religiosos llegan a detectar que en determinados pueblos o barrios a los pobres no les llega la Buena Noticia de Jesús, entonces han de ejercitar la denuncia profética empezando por la comunidad eclesial, porque el gozo para los pobres ha de convertirse en indicador de credibilidad cristiana. Habrá cristianismo y habrá evangelización en el mundo en la medida en que los pobres vivan la Buena Noticia de su liberación. El gozo de los pobres es el gozo de Jesús, primer evangelizador; y de todo evangelizador posterior.

Una espiritualidad de santidad

La exhortación apostólica VC dice que “hoy más que nunca es necesario un renovado compromiso de santidad por parte de las personas consagradas para favorecer el esfuerzo de todo cristiano por la perfección” (VC 39). Este renovado compromiso requiere vivir en intimidad cercana y profunda con Dios, tener a Dios como el amigo y amante con quien se mantiene una relación de amor, de comunicación íntima, de escucha atenta y activa, de disponibilidad para llevar a cabo su voluntad. En la cercanía se sabe uno dichoso por haber encontrado el gran tesoro del evangelio.

La llamada a vivir la santidad requiere en las personas consagradas “buscar ante todo el Reino de Dios es, principalmente, una llamada a la plena conversión, en la renuncia de sí mismo para vivir totalmente en el Señor, para que Dios sea todo en todos. Los consagrados, llamados a contemplar y testimoniar el rostro ‘transfigurado’ de Cristo, son llamados también a una existencia transfigurada” (VC 35).

Esta existencia transfigurada, como la de aquellos apóstoles en el Tabor, lleva a:

– Vivir en profunda intimidad con el Señor, con gran experiencia de Dios, siendo los primeros en poder expresarla con alegría interior.

– Ser maestros de oración, enseñando a otros cómo buscar y encontrarse con el Señor, cómo estar a su escucha y cómo dialogar con Él. Las casas religiosas han de convertirse en santuarios donde se aprende a hacer silencio, para orar, adorar y amar; santuarios en los cuales nos dejamos fascinar y seducir por Dios.

– Vivir bajo la guía y el acompañamiento del Espíritu, para discernir cómo hoy Dios habla y actúa en medio de la historia de este mundo. Los religiosos son profetas vigías que han de indicar por dónde y cómo pasa el Espíritu de Dios entre nosotros, dándonos a conocer lugares, colectivos, signos, presencias, etc. donde se está haciendo presente hoy su Espíritu.

– Vivir con total radicalidad de entrega y obediencia a Dios, de abajamiento y desprendimiento de sí mismo, dándose a los más pobres, y de amor total y pleno al Señor y a su Reino, colaborando en la construcción de un mundo más fraterno, justo y reconciliado.

– Los religiosos están llamados a enseñar cuál es la gramática del amor que hemos de aprender en nuestra vida. Han de enseñar a amar, vivir y cuidar a los que amamos, cómo ensanchar el corazón desde la compasión y la ternura.

– Vivir con gozo la presencia del Cristo Resucitado en medio de la comunidad, rastreando en ella su presencia viva entre los hermanos, dejando que ellos os ayuden a crecer en el Señor y en la entrega a su Reino.

Conclusión

Quiero hacer referencia a algunas cuestiones, que considero importantes, para llevar a cabo una buena coordinación y comunicación dentro de la Iglesia diocesana:

– Es fundamental mantener un buen diálogo entre los obispos y los superiores mayores de cada congregación.

– Hay que establecer una buena coordinación de los organismos diocesanos (Vicarías y Delegaciones), que animan campos concretos de la acción pastoral, con las congregaciones, que según su carisma y actividad pastoral (educativa, catequética, sanitaria, social, etc.), estén realizando una determinada acción pastoral en la diócesis.

– Es necesaria la presencia y representación de la comunidad religiosa en los consejos pastorales parroquiales.

– La comunidad parroquial deberá conocer el carisma de cada comunidad religiosa, haciendo que ésta pueda desarrollarlo en el ámbito de la parroquia.

– A los religiosos no se les debe considerar como “meros suplentes” del clero. Han de asumir el protagonismo, que le corresponde en la corresponsabilidad evangelizadora de la comunidad parroquial o diocesana.

– Toda programación busca dar respuesta a las necesidades, llamadas, retos, que nos vienen dados por el lugar y las personas a las que queremos evangelizar. Hemos de evitar proselitismos y actuar con grandes dosis de amor gratuito.

– Las programaciones pastorales de las comunidades religiosas, que se realicen en los ámbitos educativos, deberán ser conocidas y coordinadas con la comunidad parroquial.

– Coordinar la promoción de las vocaciones al sacerdocio y a la vida de especial consagración. Juan Pablo II nos invitaba a “organizar una pastoral de las vocaciones amplia y capilar, que llegue a la parroquia, a los centros educativos y familias, suscitando una reflexión atenta a los valores esenciales de la vida” (NMI 46).

– A la hora de ofrecer servicios dentro de la Iglesia diocesana habrá que preguntarse qué campos pastorales o colectivos de personas son los menos atendidos.

– En este sentido, urge la presencia de la vida religiosa en el campo de la pobreza, la marginación, la enfermedad, etc. Es decir, presencia en el mundo del dolor.

– Y como no, urge presencia en los ambientes más descristianizados, aquellos ambientes en los que hay que preparar el camino al Señor, abrir puertas, establecer diálogos y puentes misioneros.

– Hay que evitar optar por los servicios, que estando ya cubiertos, son los más vistosos o los que más satisfacción nos dan personalmente.

Juntos hemos de suscitar un dinamismo nuevo en nuestras Iglesias diocesanas, empujándonos a emplear el entusiasmo experimentado en iniciativas concretas. Es mucho lo que nos espera y por eso tenemos que caminar en plena comunión, para que descubran la presencia del Señor en medio de nosotros, y para que nuestra acción pastoral sea eficaz. “Nos espera, pues, una apasionante tarea de renacimiento pastoral. Una obra que implica a todos” (NMI 29). n

1 Ratzinger, J., Implicaciones pastorales de la doctrina de la Colegialidad de los Obispos, Conc (E) 1 (1965) 39-40.

2 Vita Consecrata, La VC y su misión en la Iglesia y en el mundo. Exhortación Apostólica Postsinodal, 25 Marzo 1996, n. 3.