Francisco, “el papa que buscaron los cardenales casi en los extremos (periferias) del mundo”, continúa siendo el centro indiscutible de la vida eclesial. Las críticas, las reservas, los matices que recibe, son tan tenues, tan meditados, tan “respetuosos”, que ni siquiera los graves acontecimientos recientes relacionados con el IOR le han rozado mínimamente. Digamos que ha salido indemne de un tema que -en circunstancias similares, políticas o eclesiásticas- levanta ampollas y hace desenterrar hachas de guerra. Si fuera un hombre de Estado, diríamos que “milagrosamente” no ha sufrido “desgaste político”. Ligeras reacciones contrarias a la encíclica “a cuatro manos”, “Lumen fidei”, se desplazan hacia el emérito Benedicto, auténtico escribano de la misma, que cierra así su profunda y teologal trilogía. A Francisco, en todo caso, se le reconoce su “delicadeza y humildad” al permitir al anciano papa intramuros, “su última palabra” en la Iglesia, después de décadas de amplio y controvertido magisterio. Ahora, las últimas palabras -ojalá más penúltimas que últimas en muchos “temas” eclesiales- le corresponden al obispo de Roma “con olor a oveja, a mate, a periferia, a tango, a povertá franciscana y a su asumida y elegida titularidad de “servus servorum Dei”.
Los signos siguen siendo más elocuentes y arrolladores que las encíclicas, se “leen” más fácilmente, se entienden sin esfuerzo alguno, entran por los ojos, se cuelgan en los medios. Junto a los gestos, las palabras sencillas de Francisco, casi “refranes”, “eslóganes”, “pensamientos”, “¿greguerías?”, avisos con mucha enjundia pero envueltos en papel de ternura y consolación, son más fáciles de transmitir que las hermenéuticas que tanto nos recuerdan las discusiones bizantinas de antaño.
A Francisco, le hemos encomendado, no sólo las púrpuras reunidas en el Cónclave de marzo, sino todos los cristianos de a pie, una gran tarea: “que reforme, que restaure, que limpie y barra, que ponga las cosas en su sitio, que volatilice la corrupción eclesiástica, que detenga las carreras de trepas clericales, que siga con la “tolerancia cero”, como le enseñó Benedicto XVI. Todo esto, y mucho más, está muy bien. ¡Francisco a reformar la Curia vaticana! A sacar toda la batería pesada en una pelea ardua para una sola persona, por muy papa que sea. Pero aquí están “los peligros de Francisco”. La Iglesia no es Francisco ni Francisco es la Iglesia. La Iglesia la componemos todos los bautizados. Y todos los bautizados estamos llamados a esa restauración de la Iglesia. ¿Quién reforma “las curias” diocesanas, las curias parroquiales, las curias de las comunidades populares, de los movimientos apostólicos, de los conventos, monasterios y órdenes religiosas? ¿Quién renueva las curias de los arciprestazgos, de las vicarías territoriales? ¿Quién, en definitiva, reforma esa “curia” que tiene su sede en mi corazón? Los “peligros de Francisco” son los peligros de quienes nos lavamos las manos ante todo aquello que hay que reformar, desde lo más pequeño, personal o carismático, a lo más alimbicado y complicado institucional. Reformar las estructuras, remover costumbres atávicas y privilegios ancestrales, teologías decadentes y anacrónicas… ¿quién lo hace? ¿también Francisco? ¿Nuestros obispos no están llamados también, como Francisco de Asís o Francisco de Buenos Aires, a restaurar “su” Iglesia? ¿Y los párrocos, y los responsables de la vida religiosa, de los conventos y movimientos?
¡Qué tranquilo nos deja tener “un reformador” en el Vaticano que nos exima de nuestra misión, ¿desde el bautismo? de ser perennes renovadores de la Iglesia! Si lo dejamos todo en el coraje y la conciencia del bueno de Francisco, corremos, nuevamente, el peligro de la papolatría. Porque no hay “papolatrías de derecha” y “papolatrías de izquierda” (a tenor del papa de turno). Ya lo dijo Bergoglio no hace mucho, no sé si enfadado: “Francisco, Francisco, Francisco… sólo oigo Francisco; basta de Francisco; gritad, más bien: “Jesús, Jesús, Jesús, y sólo Jesús”.