Los pobres antes que el Papa:

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He de volver sobre la carta «Nuestra conciencia nos impulsa», de los cardenales Walter Brandmüller, Raymond L. Burke, Joachim Meisner y Carlo Caffarra.

Si fuese un desahogo de cuatro díscolos, no valdría la pena dedicarle un segundo del propio tiempo. Pero no es eso: es un documento nacido, no de indocilidad al Papa sino de docilidad a la propia conciencia, no de dudas sino de certezas.

Los que suscriben la carta representan un cierto modo de entender lo que es la Iglesia y cuál es su misión en el mundo, un modo de entender común a un amplísimo sector eclesial y que choca con el que manifiesta tener el Papa Francisco.

No es una cuestión de cardenales enfrentados al Papa, sino de modos de entender la Iglesia enfrentados entre sí.

Estas cuestiones no se aclaran en las líneas de un post en ningún muro, pero merece la pena que, reflexionando, nos ayudemos a situarnos honestamente donde nos lleve el discernimiento de la voluntad de Dios.

Hoy me voy a fijar en el lenguaje de la carta. Es muy significativo.

«Beatísimo Padre:

Es con cierta trepidación que, en estos días del tiempo pascual, me dirijo a Su Santidad…

Deseamos, ante todo, renovar nuestra absoluta dedicación y nuestro amor incondicional a la Cátedra de Pedro y a Su Augusta persona, en la que reconocemos al Sucesor de Pedro y Vicario de Jesús: el «dulce Cristo en la tierra», como amaba decir Santa Catalina de Siena.»

A la luz de esas palabras, salta a la vista la sacralización –la divinización- de la persona del Papa, a quien se dicen con toda naturalidad cosas que los creyentes solemos decir, aunque no sin rubor, delante de Dios, pues la conciencia de nuestros límites nos impediría profesar esa absoluta dedicación y ese amor incondicional que a Dios se deben.

Salta a la vista que, desde la perspectiva de quien suscribe la carta, de alguna manera ha desaparecido el hombre Jorge Mario Bergoglio, suplantado por “la Cátedra de Pedro”, “el Sucesor de Pedro”, “el Vicario de Jesús”, “el «dulce Cristo en la tierra»”.

Ese lenguaje, que es no sólo legítimo sino incluso insustituible en el marco de una cierta mentalidad eclesial, resulta anacrónico, empalagoso, untuoso, viscoso, insufrible para quienes ha sido educados en sociedades en las que, al menos de palabra, se enaltece la igualdad entre las personas.

Por otra parte, ese lenguaje levanta barreras insalvables en torno a la persona sacralizada, la hace única, la eleva a donde nadie puede subir. El Papa Francisco lo sabe –en realidad lo sabe todo el mundo-, y desde el primer momento en el ejercicio de su ministerio ha profanado esa sacralidad mítica y ha apostado por el abajamiento. Lo cual suscita alarma en quienes continúan viéndole a él y viéndose a sí mismos, por razón del ministerio que desempeñan en la Iglesia, rodeados de un halo de sacralidad.

Pero hay algo más: para los discípulos de Jesús de Nazaret, para los bautizados en Cristo, se ha hecho una evidencia que, si hay alguien a quien hemos de prometer dedicación absoluta y amor incondicional, es a los pobres; que si en algún lugar de la tierra se nos hace el encontradizo el dulce Cristo, es en los pobres; que si alguien es para nosotros augusto por el respeto que nos merece, son los pobres. Los pobres son tan sagrados como el Papa. Los pobres antes que el Papa. Los pobres más que el Papa.

Y entre los pobres en los que Cristo sufre y nos sale al encuentro, el Papa tiene la certeza que se encuentran muchos de esos que, con expresión absolutamente reductiva, designamos como “divorciados vueltos a casar”.

Como se ve, se trata de mundos diversos, de modos diversos de entender lo sagrado, de modos diversos de acercarse a la realidad, y tocará escoger en qué mundo queremos estar.

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