LOS OTROS

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Las leyes referentes a los “delitos de odio” son necesarias pero insuficientes. Judicializan y penalizan, si el delito es comprobado, hechos de violencia que han escalado hasta la cúspide del paroxismo del odio. En la mayoría de los casos este “odio” virulento y exacerbado no encuentra motivos o razones que lo expliquen, mucho menos, que lo justifiquen en nadie con dos dedos de frente y un poco de corazoncito. Esas leyes, necesarias, digo, son insuficientes. Castigan el delito pero no eliminan el odio. “Acabar con el odio” es prácticamente imposible. Por debajo de los “hechos delictivos” están las actitudes previas que los provocan y lo gestan. La diana para “eliminar”, o al menos, mitigar, el odio que nos asola últimamente, está en otra parte. Las semillas del odio están enterradas, y por tanto son invisibles, o son apenas brotes malnacidos que van creciendo sutilmente en la sociedad sin que los detectemos y los afrontemos. En definitiva, las leyes, justas o injustas, necesarias o anacrónicas, son un símbolo del fracaso humano: son límites, restricciones, prohibiciones a la libertad absoluta de los humanos. Sencillamente, porque ésta no puede existir: nos haríamos daño. Si supiéramos actuar con una libertad ética, correcta, autolimitada, no serían necesarias las leyes. Pero, además de un símbolo del fracaso de la humanidad, pueden ser, a su vez, un astuto ardid “legalizado” que nace del odio institucionalizado. ¿Qué son, si no, las “leyes” contra las mujeres y niñas en el Afganistán ahora de moda? ¿y las ablaciones crueles e inhumanas “legitimadas” en algunas tribus africanas? ¿y las mutilaciones de niños (pies, manos, orejas, nariz) para tener más éxito en el mercado de la mendicidad manipulando la sensibilidad de los posibles donantes? ¿Y los genocidios, incluso los más actuales… y las dictaduras amparadas en “leyes ad hoc” para perpetuarse en un poder omnímodo, corrosivo y antihumano?
En la especie humana siempre ha existido el odio. No es un fenómeno actual o reciente. Sí lo es la información, la publicación, la puesta en escena de estos hechos malhadados. O el clima de crispación que los sacude y despierta. Recuerdo, nebulosamente, que en su momento, el periódico que más se leía en España era “El Caso”, que respondía a esa necesidad de morbo que alimenta nuestras trastiendas más escondidas. “El Caso” desapareció con el tiempo, pero se transmutó silenciosamente en cierta información “amarilla”, o descarnada, “hiper-realista”, (los conocidos “reality shows”), o en determinados sectores de las redes sociales, que encubren en el anonimato esa sopa espesa y viscosa que son las actitudes de odio en estado puro en -parece ser- ciertos sectores de nuestra gente necesitada de ofender, calumniar, amenazar o simplemente, “meter miedo”. ¿De dónde nace esta “necesidad”?
Recorrer la historia es, tristemente, recorrer actos de odio. También lo contrario, por supuesto. Y las leyes son incapaces de desterrarlo de la humanidad, aunque sean útiles y necesarias cuando vulneran los derechos más inalienables de los humanos. El odio lo llevamos dentro. Todos. Somos descendientes de especies humanoides que sólo eran capaces de subsistir a través de la lucha, la destrucción del competidor, la eliminación del adversario, del contrario, del “otro”. Queriéndolo o no, los cro-magnon tenían que eliminar o integrar a los neandertales. Era el modo de sobrevivir como especie. Lo mismo ocurre con los animales llamados “superiores”, simios, felinos… pero los animales tienen su “código ético”: no matan por odio, sino para sobrevivir, como parte misteriosa del “paquete genético” que llevan: matan para comer, o para perpetuar su especie: no son “asesinos”; no tienen odio, ni experimentan el amor, a pesar de esa “inteligencia emocional” similar a la nuestra que posiblemente posean en algunos aspectos.
Los humanos somos descendientes de los depredadores. Pero contamos, como señal inequívoca de evolución “progresiva y ascendente”, como apostillaba Teilhard, con eso que llamamos la conciencia. Y de donde nacen la ética común y la necesidad imperiosa de humanización constante. Por eso los humanos, como especie, tenemos un “código ético” diferente: el respeto hacia todo lo creado, la orientación hacia una humanización más plena.
La especie humana nació de la manada, de la bandada, del grupo social que supo darse “normas” de convivencia para poder sobrevivir y reproducirse. Ese “espíritu de manada” lo llevamos dentro, quizás en el último reducto de nuestra conciencia humana. Necesitamos al “otro” (alteridad) para sobrevivir y vivir “mejor”. Y nos buscamos: como pueblo, como tribu, como pareja, como familia, como amigos, como socios, como colegas. Pero la necesaria alteridad no es tan sencilla, en sí misma conserva la urgencia por salvar la singularidad, la identidad, la intimidad personal. Las relaciones humanas son complejas: necesito al otro/a, pero a la vez, temo que me absorba, que me succione; por eso me comunico poco, me encripto para que no me descubra en toda mi debilidad, me bloqueo para que nadie (ni siquiera el ser “amado”) me conozca y, por tanto, pueda manipularme, extorsionarme; en el fondo: suprimirme. La “alteridad” es siempre un riesgo, un reto cargado de suspicacias y miedos inconfesados o no. Por eso la buscamos, y a la vez, la rechazamos, o nos mantenemos siempre “alerta”. Los más cercanos son, en definitiva, quienes más nos pueden hacer sufrir. “Sólo se odia lo querido”, canta un viejo bolero.
A pesar de estos conflictos propios de “los otros”, o de “lo otro”, no queda más remedio que guarecerse en ellos. Porque “los otros más otros”, los diversos, los extraños, los intrusos, son todavía más peligrosos. Tal vez de aquí nazca “el rechazo al diverso”, al que pertenece a otra tribu adversaria o enemiga, el que habla una lengua distinta a la mía, o pertenece a una raza “extraña” que me distingue y puede invadirme o competir quitándome mi pareja o mi trabajo. Eso me da miedo. “Los más otros” son quienes no “funcionan” como yo: tienen otra cultura, otras costumbres, otros dioses, otra orientación sexual minoritaria, visten de otra manera; en definitiva: “son los otros más otros”, no son de mi tribu y debo defenderme. Hay que salvar mi tribu y regresar a ella para que me defienda, me cuide y me quiete el miedo: ¡para algo es la mejor tribu que existe! Si alguien (seguramente interesado) azuza estas emociones aletargadas, atávicas o ignoradas, pero presentes en el rescoldo de una chispa de odio muy profunda pero real, se produce la explosión. Es la explosión de odio generalizada que propician los grandes dictadores en las masas, los “grandes odiadores” patológicos y genocidas, los Hitler, los Stalin, los Idi Amin… pero también personajes históricos que exacerban el miedo a lo diverso, el “presunto peligro” de lo diferente. Ya Plauto, ¡dos o tres siglos antes de Cristo!, dijo aquella conocida frase: “homo homini lupus est”, que es lo mismo, -más o menos- de Sartre, mucho más cerca de nosotros: “el infierno son los otros”. “Los otros” son siempre un problema, incluso los “menos otros”, los “otros cercanos” e incluso amados o que me aman. Pero, ¿el odio puede curarse?