Y la Iglesia, sumida también en el “desconcierto” de un Concilio, retrasado históricamente desde Trento, inusitado e imprevisible, tuvo miedo y se quedó con la parálisis del análisis desgarrador de sus textos y documentos conciliares. Demasiados signos nuevos, demasiados espejismos, demasiadas ventanas abiertas, vientos frescos que pronosticaban ventarrones, fantasías o utopías, la palabra de moda, exceso de cambios éticos, ideológicos, “antropológicos”, casi. “El espíritu y la letra” conciliares, entraban en juego, y todo se removió con los sismos de una revolución cultural más honda de lo que parecía a simple vista. Y es que el Vaticano II se gestó y se gestionó en la turbulenta década de los años 60. ¿Cosas del Espíritu? ¿Un kairós cristiano dentro de un kairós laico? Lo cierto es que casi todo se mezcló, se confundió, se trastocó como una insospechada revolución contracultural que anunciaba tiempos recios y paradigmáticos en todos los ámbitos sociales; y, por supuesto, también en lo religioso.
Y allí estaban los curas del momento; los que habían estudiado en latín gruesos mamotretos que parecían ahora superados; los que se apoyaban en un Código de Derecho Canónico que rechinaba con lo que la gente, la vida, la “nueva” cultura, parecían vivir y demandar. Ya lo hemos dicho: a la mayoría del clero español, muchos de ellos, curas “de misa yolla”, se les cambió la vida. “Les cambiaron las preguntas cuando ya sabían las respuestas”, dijo alguien. Pero no todos los curas del momento se situaron con temor, precaución o ansiedad ante el Concilio y los drásticos cambios culturales. Un amplio sector (es difícil de cuantificar estadísticamente) optó plenamente, al menos por “el espíritu”, “la mística”, que entrañaba el Vaticano II.
Da la impresión que para muchos curas, especialmente los más jóvenes, el Concilio fue, efectivamente, una bocanada de aire fresco, de aire nuevo, de aires de libertad. “Algo” que inconscientemente se esperaba sin saber muy bien de qué se trataba. La “vuelta a las fuentes”, que muchos proclamaban, el redescubrimiento de la Biblia, usada ya sin miedos ni cortapisas, una liturgia renovada y “popularizada”, una teología más “razonabilizada”, que cerraba siglos de neoescolástica y teología barroca, un planteamiento catequéticos -no sólo con niños, sino incluso con laicos adultos- más antropológico, pedagógico, más experiencial que un simple aprendizaje de preguntas frías sobre ideas y “verdades” doctrinales, una integración mayor en las verdaderas necesidades y problemas de la gente, especialmente entre los más pobres y marginados, incluso una identificación más genuina con los parroquianos, con el mundo de los laicos que pretendía recuperar el espacio eclesial usurpado desde hacía casi un milenio, un interés por estar más presente en los problemas sociales y políticos de España, incluso con la participación activa y partidista de algunos clérigos en la “cosa pública”; una conciencia de romper con una pertenencia a un “gueto” superado, a una casta atávica y antievangélica, a unas cotas de poder mundano acumuladas durante siglos, incluso una opción de vestir como el resto de la gente, desechando duyetas, sotanas, bonetes y manteos que les “separaran” del resto de la gente y del mundo secular, fue tomando carta de ciudadanía en un notable sector del clero. Había nacido “el progresismo clerical”, “los progres”, en muchas circunstancias, adversarios ideológicos del sector “conservador, tradicional”, los peyorativamente tildados de “fachas”. Así fue surgiendo una grieta, una verdadera ruptura en el sector clerical de la sociología religiosa española. Un “cisma” implícito que aun subsiste, tal vez sin estridencias ni proclamas públicas, sin excesiva acritud, pero que marca, como “las dos Españas”, “las dos Iglesias” que, al menos sociológicamente, creo que persisten en nuestra Santa Madre Iglesia que deambula por las tierras de la piel de toro. “Españolito que vienes al mundo, una de las dos Españas ha de helarte el corazón”, decía también Machado. “Una de las dos Iglesias….”