Y es que, una noche cualquiera de enero del año anterior, en pleno invierno climatológico y eclesial, un Papa recién nombrado, anciano, regordete, con pintas de campesino disfrazado de blanco y sonrisa imperturbable, un Papa que estaba de paso, de “transición” tras la irrecuperable figura angelical de Pío XII, había tenido “la ocurrencia” de convocar un Concilio Ecuménico en la Basílica de San Pablo Extramuros ante buena parte del Colegio Cardenalicio y la Curia romana. La insólita convocatoria casi pasó por alto en los predios eclesiásticos: la prensa italiana dio cuenta de ello antes que “l’Osservatore Romano”. ¡Quizás fuera sólo un desliz mental pasajero de un Papa demasiado longevo! Poco a poco corrió el pánico para unos, la ilusión para otros y la sorpresa para todos. Perplejidad, disgusto, preocupación, esperanza, tensión, fueron tal vez, los sentimientos múltiples y encontrados de las huestes de la Iglesia que salía de una larga etapa piana en la que parecía que todo, aparentemente, estaba perfectamente en orden y felizmente encajadas todas las piezas del puzle eclesial.
Aquella mañana otoñal de una década recién estrenada, nadie sabía -lógicamente- lo que iba a ocurrir. No sólo en el mundo, sino también en el ámbito eclesial católico. Los obispos españoles, una casta encerrada en sí misma desde siglos atrás, fuertemente uniforme y compacta en ideas y costumbres seguras y fortificadas durante siglos, bajo un régimen político de más de dos décadas, que se confesaba católico a ultranza y que defendía a pie juntillas una Iglesia paraguas que pretendidamente lo legitimaba, en un matrimonio indisoluble de mutua y aparente fidelidad… los obispos españoles de la época, digo, estaban perplejos, sorprendidos, asustados, sacudidos en sus tronos de sus palacios episcopales. Seguramente más de una mitra se arrugó del susto y muchos báculos temieron la pérdida de un poder ganado y acumulado durante siglos. Sólo alguna minoría muy minoritaria, soñó con cierta débil esperanza que aquel asombroso Concilio Ecuménico Vaticano II, podía traer aire fresco a una Iglesia excesivamente humedecida y mohosa en su cerrazón, y que aquel aggiornamento del que comenzaba a hablarse en curias y parroquias, claustros y salones del trono, podía sacudir una Iglesia que se había hecho vieja sin que casi nadie lo notara. El tedio, la costumbre, la rutina, las tradiciones, podían romperse en una Iglesia, verdad absoluta, “fuera de la cual no había salvación” porque sólo ella era “la Iglesia verdadera”.
Mientras tanto, la España de a pie, aquella “que ora y que bosteza”, comenzaba a despertarse. Y había curas, pocos tal vez, que miraban más allá de los Pirineos, encandilados con realidades tan lejanas como prometedoras como la nouvelle theologie, la JOC de Cardjin, los llamados y condenados “curas obreros” franceses, el libro sobre “La Mission” francesa, los teólogos castigados por Pío XII: Congar, Chenu, De Lubac, Danielou, Guardini, Teilhard… y otros más. Todos con sotana, muchos con la coronilla recién afeitada, con manteo y bonete para las grandes ocasiones, personalidades respetadas y prestigiosas en sus parroquias, pueblos y ciudades; casi todos sumisos al Régimen a pesar de minorías disidentes que solían acabar en la “cárcel para curas” de Zamora; todo el clero, un sector o “sub-sector” importante sociológicamente de la “católica España”, miraban, expectantes, a aquellas imparables e impensables “sesiones conciliares” que durante cuatro otoños removían y conmovían las hojas caducas, cada vez más, de la Iglesia de Jesucristo. Los curas, como los obispos, como todo el mundo, no sabían entonces que aquella década del 60, que algunos llamaron luego “prodigiosa”, iba a ser el comienzo de un “cambio de época”, de un cambio de demasiadas cosas, de demasiadas mentalidades, de demasiadas ideas y costumbres. Y los curas, necesariamente, también tuvieron que cambiar. Los cambió la realidad.