LOS ABRAZOS NO DADOS

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Del primer confinamiento guardo un verso de la poetisa italiana Mariangela Gualtieri: «ahora sabemos lo triste que es estar a un metro». Tenemos que reconocer que un metro o dos es un intervalo pequeño. Parecen formas insignificantes de separación, que no cambian nada sustancialmente en las relaciones. Por lo tanto, tal vez ni siquiera sea apropiado hablar de separación. A un metro, a dos metros, podemos vernos y oírnos sin dificultad. Y sin embargo, Gualtieri tiene razón: «qué triste es estar a un metro de distancia». A esa distancia no podemos abrazarnos.

La interacción que establecemos entre nosotros no supera el umbral de la intimidad si se limita solo a la dimensión verbal. El tacto es lo que nos permite sentir al otro e informarle, incluso sin palabras, sobre nosotros mismos.  El tacto, por fugaz que sea, es una prueba sensible que desmiente uno de nuestros más terribles temores: el del aislamiento radical, el de la soledad absoluta. No es de extrañar que nuestros cuerpos humanos necesiten expresarse con el tacto.

La amistad, el amor, el cariño o el cuidado no prescinden de la dimensión sensorial. Todos sabemos cómo las palabras se quedan cortas o cómo, por el contrario, se iluminan cuando acariciamos el rostro de quien amamos, cuando estrechamos la mano de un anciano o de un niño o cuando tocamos el hombro de un amigo. Este contacto es un vehículo de afecto. No tiene un plan. No está impulsado por un fin. Pero puede darnos confianza en la bondad de la vida. Es capaz de asegurarnos que la vida no se pierde en el puro olvido, a través del cristal esmerilado vislumbramos un hilo de sentido. Pueden ser instantes, pero duran, nutren, abren, confirman.

Cuando los brazos se entrelazan en un abrazo nos incorporamos al corazón del otro, como si en el corazón de nuestro amigo tuviéramos un nido o una patria. En este dejar ir se expresan certezas que nos son muy queridas: la reciprocidad, la alegría, la ternura, la presencia, el encuentro y el reencuentro, la comunión. El instante del abrazo las declara todas de golpe, como si las sellara en nuestra alma.

La pandemia ha hecho que las relaciones sean menos táctiles. Ahora deben ser los ojos y las palabras las que expliquen que nos gustaría estrechar la mano, intercambiar un beso o un abrazo y no podemos. Pero la verdad es que hemos llegado a integrar ese vacío en nosotros. El vacío de todos los abrazos no dados. Eso a veces nos pesa como una herida y a veces nos levanta como una promesa.