LOCUTORIO

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(Dolores Aleixandre). El término no ha caído en desuso gracias a los pequeños locales urbanos que hoy ofrecen teléfono e internet pero, por si lee esto alguien joven, aclaro que el locutorio (literalmente  “lugar en que se habla”), era el espacio reservado en las casas religiosas para recibir visitas de las personas “de fuera”. Las modalidades y condiciones para acudir a él  eran objeto de múltiples advertencias y recomendaciones y, tanto la frecuencia como la duración de las visitas, estaba reglamentada con precisión. En algunos monasterios las reglas eran muy estrictas: permiso del prior o priora, rejas, horarios, tiempos litúrgicos en los que no se recibían visitas; las mujeres con pantalones no podían entrar y se imponía la presencia de otro miembro de la comunidad asistiendo a la conversación.

Casi todo eso ha cambiado, pero lo esencial del asunto no, porque toca a algo esencial: cómo nos comunicamos. Así que, sin necesidad de “acudir al locutorio”, no nos viene mal empezar explorando qué tal va esa comunicación en el interior de nuestras comunidades porque quizá estamos aquejados hoy en ellas de una cierta “afasia” en cuanto a comunicación profunda. Puede existir entre nosotros bastante  comunicación intelectual, esa que se hace intercambiando ideas. O también abundar la comunicación espontánea que nos lleva a establecer contactos a través de la sensibilidad. Pero ¿qué pasa con la comunicación personal? Porque es esa la que integra y trasciende las otras y nos hace contactar con los demás desde otro nivel, desde el “yo” que piensa, siente y al que le afectan los hechos, los pensamientos, los sentimientos y, sobre todo, la vida en el Espíritu.

Y de escucha ¿cómo vamos? Porque existen muchos modos de escuchar lo que el otro nos comunica: con una escucha vulnerable, dispuesta a acoger no solo lo escuchado sino también al que lo dice, hasta el punto de dejarnos cambiar por ello; pero hay también una escucha blindada que excluye a priori cualquier tipo de interacción.  La primera nos permite  conversar, es decir, verter en un cauce común deseos, llamadas, interrogantes, iniciativas, propuestas…, todo eso que nos hace sentirnos participando en un destino común, sabiéndonos sostenidos por una red de comprensión, de confianza mutua y de afecto. Y de ahí puede brotar un horizonte de deseo y un impulso hacia la misión.

¿No nos aqueja un excesivo pudor a la hora de expresar las propias vivencias de fe? ¿Por qué se nos agarrota la voz a la hora de compartir y transparentar nuestra experiencia de Dios? Nos urge superar esta inexpresividad espiritual y recuperar la fluidez y la naturalidad en la conversación espiritual, y los modos de hacerlo pueden ser diversos: la oración en común, una reunión comunitaria, una conversación más personal con alguien que nos confronte y sea testigo de nuestra fe, por aquello de que nuestra capacidad de autoengaño es ilimitada; un encuentro con los de la propia generación o intergeneracional, una reunión en la que sea un centro de interés lo que nos convoque…

Y andémonos con ojo porque la afasia puede producir amnesia y lo que dice el diccionario de las dos es poco tranquilizador.