Lo que hace impuro al hombre

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Pudiera parecer una controversia de tiempos de Jesús, pero es una realidad de todo tiempo: también hoy somos muchos los que nos aferramos a tradiciones que son “de los hombres”, mientras dejamos a un lado el mandamiento que es “de Dios”.

Nos hemos habituado de tal manera a identificar fe cristiana y tradiciones “de los hombres”, que no nos damos cuenta de que, sin prestarle atención, podemos dejar a un lado lo que es mandamiento “de Dios”.

Hoy iremos a la celebración eucarística, cumpliremos con el precepto dominical, nos acercaremos a comulgar; puede que en ese momento echemos atrás las manos, para que el presbítero sepa cuál es nuestro modo de comulgar, nuestro modo de expresar respeto al Santísimo Sacramento; puede que antes de recibir al Señor, hagamos genuflexión, manifestando así que comulgamos adorando; puede incluso que nos arrodillemos, pues ¿quién puede estar en pie delante del Señor?

Entonces vienen a la mente innumerables “puede que”… Puede que consideremos heroico que alguien “arriesgue la vida para salvar al Santísimo Sacramento” de que lo arrastren las aguas de un tifón, mientras miramos con recelo, cuando no calumniamos sin más, a quienes han sobrevivido a una travesía de infierno en busca de un futuro con dignidad… Puede que adoremos a Cristo en un sacramento instituido para que, comiendo, tengamos vida eterna, mientras escuchamos con indiferencia, si no con alivio, que, en otro sacramento, ese mismo Cristo se hundió para siempre en un mar sin misericordia… Puede que seamos sólo fariseos, y que nunca hayamos sido discípulos de Cristo Jesús… Puede que demos más importancia al orden en que han de salir los santos en nuestras procesiones, que a la palabra del Señor que hemos de escuchar y cumplir, que al lugar que han de ocupar los pobres en nuestras vidas, que a la conciencia que hemos de tener de la gracia de Dios en nosotros… Puede que sea hora de que suenen en nuestras vidas las alarmas de la fe…

Esto dice el Señor: “No añadáis nada a lo que os mando ni suprimáis nada; así cumpliréis los preceptos del Señor”.

Éste es el mandamiento del Padre que, “con la palabra de la verdad” –con el evangelio -, “nos engendró” –nos hizo hijos suyos-, “para que seamos como la primicia de sus criaturas”: “Aceptad dócilmente la palabra que ha sido plantada y es capaz de salvaros”; aceptad dócilmente el evangelio que se os ha anunciado, aceptad dócilmente a Cristo Jesús en quien habéis creído.

No nos engañemos a nosotros mismos: se nos ha hecho tarea urgente, no que aprendamos el “Señor mío Jesucristo” para confesarnos, sino que aprendamos a Cristo Jesús para confesarlo: Él es la religión pura e intachable a los ojos de Dios; él sabe de huérfanos y de viudas, de ciegos, cojos, leprosos… él sabe de humanidad necesitada…

Acepta la palabra, aprende a Cristo Jesús; mánchate, Iglesia cuerpo de Cristo, mánchate con Cristo entre leprosos… hazte impura con Cristo entre lo impuro del mundo… hazte sierva humilde del que tiene hambre y sed… arrodíllate delante de esos sacramentos de Cristo Jesús que son el desnudo, el enfermo, el encarcelado… arrodíllate delante del Jesús emigrante pobre…

Entonces, sólo entonces, lo habrás hospedado en tu tienda… sólo entonces tú te habrás hospedado en la tienda de Dios…

No dejemos “a un lado el mandamiento de Dios para aferrarnos a la tradición de los hombres”. No hagamos de nuestras tradiciones sagradas una religión impura y deformada a los ojos de Dios.