No existe un termómetro fiable y compacto para medir el agotamiento o no de la vida compartida. Existen indicadores que invitan a reflexionar sobre algunos signos de agotamiento en determinados espacios comunitarios. No nos engañemos, solo se pierde lo que se tiene. Lo que no se tiene, a lo peor nunca reparas en que lo necesitas.
La vida comunitaria para ser misión necesita la necesidad, valga la redundancia. Si es un añadido lleno de circunstancias tangenciales es una complejidad. Algún día deberíamos interrogarnos con paz sobre qué comunidad necesitamos, para qué y de qué modo… y ese día deberíamos contrastar lo que teóricamente necesitamos con lo que cada uno (cada una) vivimos.
No es fácil diseñar para los demás. Mucho más ofrecer algo que a todos sirva y de lo que todos nos sirvamos. Vivimos, querámoslo o no, entre sombras anhelando una luz sin matices. Pero, de momento, nuestra realidad son los matices, las circunstancias, los condicionantes y peros. Creo que es indudable que cuando la misión implica, obliga a compartir. Nace un «nosotros» (o nosotras) espontáneo y vivo. Seguro que así entendemos qué puede estar ocurriéndonos. Y no es otra cosa que hemos reducido las formas comunitarias a espacios más o menos correctos de convivencia. Ya no es su fin la transformación, porque este fin solo está en los textos, sino la organización. Y me temo, me lo temo de verdad, que una vida consagrada ocupada solo en su organización pierde el norte, la inspiración, la «toma de tierra» y la «toma de cielo». Aspectos, sin los cuales, las personas solo pueden estar correctamente conviviendo, sin pretender jamás que estén inspiradamente transformando.
Podría parecer que estamos envueltos en una paradoja sin solución: Si esto es así, es imposible la vida de comunidad. Y no es verdad. La resolución coherente sería, por el contrario: Si las cosas están así, urge escuchar y compartir qué comunidad ha ido naciendo en los carismas que las personas hoy necesitan desarrollar. El único modo de acercarnos a la coherencia es la plasmación sincera de lo que necesitamos vivir. Evidentemente, desde los valores del Reino, porque no estamos hablando, en estricto sentido, de convivencia humana.
Vivimos tiempos de complejidad inédita. Si la situación pandémica afecta a toda la estructura social, tenemos que reconocer que afecta gravemente a la comunidad religiosa. Impulsa la fobia social, ha hecho disminuir notablemente la tensión comunitaria, la posibilidad de encuentro y discernimiento. Se han pospuesto asambleas y capítulos para, seguramente, volver a posponerse. Hemos entrado en una necesaria distancia social que nos reduce, todavía más, a los afines. Lejos de ampliarse «la tienda» de reflexión y roce, se ciñe y empequeñece. Y el peligro no es solo que sumergidos en el estanque del cansancio no nos demos cuenta, sino que, poco a poco, no recordemos siquiera que estamos llamados a otro vivir o capacitados para poder hacerlo. A mí, particularmente, no me entristece la lentitud de nuestros pasos, o lo entrecortada que pueda llegar a ser nuestra voz. No me preocupa el ritmo lento de nuestras decisiones… Hay cosas que el paso del tiempo nos deja como enseñanza, secuela y, también, como profecía en la debilidad. Me aterra que no echemos de menos algo muy nuestro y es que el signo más claro de la gratuidad de Dios es que nos capacitó para ser hermanos o hermanas. Cuando esto no se tiene, puede que efectivamente estemos agotados o agotadas para convivir evangélicamente, aunque no nos demos cuenta. O nos escandalice la insinuación.