En las últimas décadas ha habido un aumento vertiginoso en la complejidad que solo reducirlo facilita vivir “de un modo normal”. No se puede conciliar, por ejemplo, el pensamiento de aquellos para los cuales la palabra «futuro» revela el renacimiento de la vida religiosa en nuevos mapas conceptuales, con el de aquellos a quienes la palabra «futuro» les da miedo o es algo de lo que defenderse. Parece que vislumbramos las causas de la situación actual en el tipo de formación heredado desde el tiempo del crecimiento lineal y continuo en el interior de un mundo cultural cerrado, hecho de verdades y de costumbres que se creían intocables. Esto es lo que nos impulsó, providencialmente, después del Concilio, a dar lugar a nuevas formas expresivas de valores evangélicos que, especialmente durante estos últimos cincuenta años, han podido desarrollarse fuera de las configuraciones canónicas de la vida religiosa.
Con referencia a las comunidades, es indiscutible que el vino nuevo y viejo es la fuente de muchas dificultades. Es verdad, como dicen algunos, que hubo un tiempo en que se era más permisivo, pero es igualmente cierto que las razones para la diferenciación entre uno y otro eran mucho menores. La pertenencia a diferentes generaciones no creaba diferencias notorias cuando la formación era igual porque los formadores eran prácticamente iguales, las tradiciones de referencia eran iguales, e igual el modo de actuar, incluso en contextos diversos. Hoy estar juntos es posible porque se da el mayor peso posible a los elementos facilitadores, incluido el criterio de una cierta homogeneidad en la comprensión de la vida religiosa: tres religiosos con teologías diferentes no son compatibles en la misma comunidad, porque todos apelan al criterio de fidelidad. Hablamos, pues, de homogeneidad en la comprensión del proyecto comunitario (objetivos y métodos), en la lectura de las dificultades, en el cuestionamiento de uno mismo en relación con el territorio, con entornos que permitan a los laicos la participación en la vida de los religiosos. El intentar llegar a un acuerdo continuo no puede aportar más que decisiones débiles como resultado de infinitas negociaciones con proyectos a la baja. Al mismo tiempo, se necesitan comunidades que sean capaces de acoger la diversidad, con la creación de «odres nuevos» que ganen elasticidad para soportar las tensiones de la vida, dependiendo de los atractivos de la historia. Comunidades que respondan a una concepción más dinámica y evolutiva para poder ser en el futuro como levadura en la civilización del amor en la vida cotidiana.