«Felices los limpios de corazón porque ellos verán a Dios»

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La alegría, la alegría verdadera es una experiencia que tiene mucho qué ver, no sólo con la realización de los deseos, sino con su dilatación, con la posesión de deseos gigantes que tiran hacia delante de nuestras esperanzas, y llenan de vida nuestra espera. En el contexto de un monográfico que trata de abordar la pregunta por la felicidad en la vida religiosa, la bienaventuranza que da título a esta contribución, parece ponernos en un lugar “incómodo”. En primer lugar, esto de “la pureza del corazón” suena más a represión que a expansión de los deseos. Y por otro lado, parece remitir indefectiblemente al sexto mandamiento: «No cometerás actos impuros»1. La conclusión fatal, sería el pretender explicar, cuando no justificar, los fundamentos bíblicos de la castidad consagrada desde esta percepción. Sin embargo, y a pesar de que esta lectura de la bienaventuranza se convierte en la habitual a partir del s. XIX, el sentido de estas palabras en Jesús, y la acogida de las mismas a lo largo de la historia de la espiritualidad cristiana, nos brinda una comprensión mucho más rica2, más compleja y polifónica, más profunda y radical, y en consecuencia más felicitante y sin duda más comprometedora.

«pureza de corazón» en la Biblia
La pureza del corazón era una desiderata del hombre bíblico, ya desde el Antiguo Testamento. El deseo penetrante que trasmite el grito del salmista: ¡Oh Dios, crea en mí un corazón puro! (Sal 51,10; cf. Sal 24, 4; 73,1.13; Pr 22, 11; Gen 20, 5; etc.), da buena cuenta de ello. Y aunque la expresión no sea especialmente frecuente en el Nuevo Testamento (Hch 15, 9; 1Tm 1, 5; 2Tm 2, 22; 1Pe 1, 22; St 4, 8; Mt 23, 25-26), en el Sermón de la montaña aparece no sólo como una virtud fundamental, sino como aquella actitud que subyace a todas las bienaventuranzas. Este énfasis procede, en primer lugar, de la mención del corazón, que para la Biblia, es el centro de la persona, sede de los afectos, emociones, deseos…, de sus opciones y decisiones. Pero el corazón, además, dice referencia a la esencia personal y relacional del sujeto, por ello, es también sede de la intimidad e identidad personal, de su más profunda verdad. La segunda razón del énfasis procede de la constante referencia de las bienaventuranzas a la disposición interna de la persona frente a lo externo, a lo invisible frente a la ostentación, a la humildad frente a la hipocresía3. El término griego utilizado en el evangelio es katharoí (limpios, puros), detrás del cual estarían tres términos hebreos, que a su vez remiten a tres ideas: a) La idea de perfección de Mt 5, 48 (“sed perfectos como vuestro padre celestial es perfecto”) entendida como una invitación a la imitatio Dei, que se concretará más tarde en la identificación con Cristo (“manso y humilde de corazón” Mt 11, 29); la idea de una interioridad transparente desde donde se establece la relación con Dios (Mt 15, 1-20); c) la de la integridad del corazón indiviso en contraste con el dividido por mil pasiones y deseos (Mt 5, 27-28; 6, 19-24)4.
Pues bien, de estos “limpios de corazón” lo que se afirma es que “verán a Dios”. Ver a Dios es en el NT, en continuidad con el AT, cifra de la salvación definitiva. Ver a Dios, es el deseo del justo a lo largo de toda la Biblia. Esta nostalgia atraviesa todo el AT: ¡muéstranos tu rostro! ¡Cuándo veré tu rostro! ¡No me escondas tu rostro! (Sal 101; 79; 26, Ex 33,18, etc.) y el NT la prolonga en esta bienaventuranza (Mt 5, 8). Es especialmente relevante el uso paulino de la expresión en 1Cor 13,12: “Ahora vemos por un espejo, confusamente, entonces, veremos cara a cara. Ahora conozco a medias, entonces conoceré como soy conocido”. Pablo señala aquí dos modos de ver: “como en un espejo”, se refiere a un ver no claro y mediado por la creación que vela y desvela al mismo tiempo; y un ver “cara a cara”, es decir, inmediato, claro y diáfano. Esta inmediatez pide un contacto directo y permite un ver que es “conocer”, siempre que admitamos que se trata de un modo peculiar de conocimiento. La idea semita de “conocer” supone entrar en contacto íntimo y vital con alguien, lo cual implica una cierta comunión de vida. De ahí que conocer a Dios sea también entrar en comunión de vida con Él; y “ver a Dios” se entienda como participación en su vida, comulgando en el modo propio de ser de Dios. Esta idea es iluminada por un texto joánico: “ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que cuando se manifieste, seremos semejantes a Él [Cristo/Dios] porque lo veremos tal cual es” (1 Jn 3, 2). Juan establece una relación de causa – efecto entre visión y semejanza: la visión genera semejanza. Es decir, ver a Dios es deseable, en tanto que nos hace semejantes a Él, porque sólo haciéndonos semejantes a Él podremos entrar en comunión con Él. Se apunta así a algo mucho más profundo que la mera “imitación” de Cristo. Se apunta a la identificación con Él, que es un proceso que ahora realizamos en la adhesión de la fe, y que será pleno en el éschaton. En esto consiste la vida eterna, en una comunión con Dios en Cristo, en la que el grado de participación e intimidad será extremo, porque habremos alcanzado la semejanza plena que se nos prometía. De ahí, que la tradición cristiana haya repetido sin discontinuidad que la vida eterna es visión de Dios. Una vida que no es otra diversa a la que aquí vivimos, sino ésta consumada, plenificada y eternizada. Por lo tanto, ya en nuestro aquí y ahora la vida verdadera está vinculada al hecho de ver a Dios, y éste a la posesión de un corazón puro. En último término, un corazón puro es una bendición, porque supone un corazón creyente, en el sentido de un corazón que ve al invisible en lo visible; que ve la realidad, pero más allá de ella, ve lo que Dios le muestra en la realidad, que ve la realidad con los ojos de Dios, que ve el fondo en las apariencias, la entraña en la superficie… Ve desde Dios y con su mirada, y desde Él conoce, sabe y vive.

La pureza de una acción descansa en la intención
La pureza del corazón en la Biblia tiene que ver con lo más íntimo, profundo, secreto de uno mismo. “La cualidad última de la libertad –decía Rahner–, es irrefleja”5, es decir, ni tan siquiera es totalmente alcanzable para nosotros mismos. En definitiva, sólo Dios – aquel que es más íntimo a mí que yo mismo (Agustín)– conoce lo profundo de nuestro corazón, la razón última de nuestro obrar, la verdad radical de lo que somos. Según el Evangelio6 lo que decide la pureza o impureza de una acción –sea ésta la limosna, el ayuno o la oración- es la intención con la que se realiza, el por qué o por quién se actúa: para ser “reconocido por los demás”, para aquietar o satisfacer muestro propio “super-yo”, para adecuarnos a las “normas establecidas” y sentirnos seguros, para cubrir las expectativas propias o de los demás, “para nuestra propia gloria” o para responder al amor, haciéndolo concreto y real en el servicio a los otros y el compromiso con la misión: es decir, para “mayor gloria de Dios”. Quien es limpio de corazón verá a Dios, porque su corazón está en sintonía con el deseo de Dios.

Limpieza de corazón vs- hipocresía
La antítesis de la limpieza del corazón para la Biblia, no es la impureza, sino la hipocresía. Con ella el hombre pierde la sintonía, la semejanza con el Dios que mira al corazón –«El hombre mira la apariencia, el Señor mira el corazón»– (1Sm 16, 7). La hipocresía es esencialmente falta de fe: no reconocer que Dios es Dios, apoyarse en uno mismo y no en Él, y no ser capaz de mirar la realidad con su luz, con su mirada, como Él la mira. Pero es también falta de caridad hacia el prójimo, que queda reducido a la condición de mero admirador, y al que no se le reconoce una dignidad propia, sino sólo en función de la propia imagen. Sólo así es. En estas condiciones se hace imposible descubrir que tras el otro, está el “Otro”.
El juicio de Jesús sobre la hipocresía es claro en las invectivas que pronuncia respecto a escribas y fariseos, todas centradas en la oposición entre «lo de dentro» y «lo de fuera», el interior y el exterior del hombre7. La revolución operada por Jesús en este campo es de un gran alcance. Frente a una concepción de la pureza/impureza y sus ritos, que consistía en mantenerse alejado de cosas, animales, personas o lugares considerados capaces de contagiar negativamente y de separar de la santidad de Dios, y que era utilizada como criterio de exclusión, en vistas a proteger la identidad del pueblo, Jesús lanza una gran propuesta inclusiva. Elimina con sus gestos todos los tabúes: come con los pecadores, toca a los leprosos, frecuenta a los paganos; y confirma su postura con la novedad de su enseñanza8. «Todo es puro para quien es puro», (Tit 1, 15; Rm 14, 20). Todo es puro, todo es susceptible de ser espacio sagrado, espacio de encuentro con Dios, todo puede tornarse transparencia de Dios. El de corazón puro es el que goza de “los ojos de la fe” y por ello ve la presencia de Dios en el mundo, ese Dios que quiere ser todo en todas las cosas, que está habitando las criaturas, dándoles el ser, latiendo en la entraña de toda realidad. Ve a “Dios en todas las cosas y a todas en Él”.

Continencia y castidad
A pesar de lo dicho, la pureza, entendida en el sentido de continencia y castidad, no está totalmente ausente de la bienaventuranza evangélica (entre las cosas que contaminan el corazón, Jesús sitúa también «fornicaciones, adulterios, libertinaje»); pero ocupa un puesto limitado y «secundario». Es un ámbito junto a otros en el que se pone de relevancia el lugar decisivo que ocupa el «corazón»9. Y es que la castidad tiene que ver, sobre todo con el corazón. Un corazón puro es un corazón casto, en el sentido de orientado hacia un único amor, en una exclusividad tan radical, que al estar todos sus afectos y deseos polarizados hacia un solo y único centro, puede vivir un amor universal. Sólo los hombres y mujeres de un solo amor pueden amar con un amor universal a todos. Sólo cuando el propio amor, querer e interés están derramados en el amor, querer e interés de Jesús, se puede amar todo y a todos “en Él”. Sólo entonces el corazón liberado es capaz de descubrir que sólo puede existir en tanto en cuanto se moldea y conforma con el de Jesús, en tanto en cuanto vive dentro de su amor y ama con su amor, en tanto en cuanto…«no vivo yo, sino es Cristo quien vive en mí». El corazón casto es así un corazón feliz… por dentro y por fuera ve a Dios y está en paz, una paz libre, “tan libre como armada” (Casaldáliga).

Pureza y verdad vs apariencia
Si la pureza de corazón nos capacita para ver a Dios, a través de un proceso que atraviesa necesariamente por la configuración con Él, entonces parece claro que el puro de corazón por excelencia sea Jesús mismo. Y de Él, incluso sus adversarios exclaman: «Sabemos que eres veraz y que no te importa por nadie, porque no miras la condición de las personas, sino que enseñas con franqueza el camino de Dios» (Mc 12, 14). Para la Biblia, un corazón limpio es un corazón sin doblez, transparente, veraz. Y aquí es importante no confundir el concepto griego de verdad con el concepto bíblico. “La verdad ofrecida por el Evangelio consiste precisamente en la manifestación viviente de la teoría en la práctica, del saber en el obrar”10. Por tanto es veraz, quien vive una adecuación perfecta entre el ser y el hacer, entre sabiduría y praxis, entre su interioridad y lo que manifiesta, exterioriza y comunica al exterior, entre el ser y el hacer (misión).

Historia y tradición de la Iglesia
En continuidad con la Sagrada Escritura, la exégesis de los Padres irá delineándose en las tres direcciones fundamentales en las que la bienaventuranza de los puros de corazón será recibida e interpretada en la historia de la espiritualidad cristiana: la moral, la mística y la ascética; que podrían ser representadas respectivamente por Agustín, Gregorio de Nisa y Juan Crisóstomo.
La interpretación moral pone el acento en la rectitud de intención
Ateniéndose al contexto evangélico, Agustín interpreta la bienaventuranza en clave moral, como rechazo a «practicar la justicia ante los hombres para ser por ellos admirados» (Mt 6, 1), por lo tanto como sencillez y franqueza que se oponen a la hipocresía11. El factor que decide la pureza es la intención. No se trata de abortar los deseos, ni de sofocarlos, sino de encontrare con los deseos más profundos y verdaderos de nuestro corazón, sin dobleces, intereses ocultos o segundas intenciones, y orientarlos ordenados hacia Dios12. Este modelo interpretativo que subraya la intención permanecerá activo en toda la tradición espiritual posterior, especialmente en la ignaciana13.

La interpretación mística pone el acento en la visión de Dios
La interpretación mística, que tiene en Gregorio de Nisa su iniciador, explica la bienaventuranza en función de la contemplación. Hay que purificar el propio corazón de todo vínculo con el mundo y con el mal; de este modo, el corazón del humano volverá a ser aquella pura y límpida imagen de Dios que era al principio y en la propia alma, como en un espejo, la criatura podrá «ver a Dios»14. Todo el peso está todo en la apódosis, en el fruto prometido a la bienaventuranza; tener el corazón limpio es el medio; el fin es «ver a Dios». El corazón puro, se nos presenta entonces como un “corazón sin adherencias”. Sólo así puede comportarse como un espejo, y ser “reflejo de la gloria”; sólo así puede dejarse irradiar por la gracia e irradiar él también. Sólo así puede ser imagen reparada de la verdadera imagen (Cristo, Col 1,15), que ahora contempla dentro de sí, y al mismo tiempo transparencia de Dios para el mundo.
En ambientes monásticos se añade, además, una idea nueva e interesante: la de la pureza como unificación interior que se obtiene a través de la unificación de los deseos en Dios15.

La ascética interpreta la bienaventuranza: en función de las pasiones de la carne
Ni los Padres, ni los autores medievales, tuvieron mucho interés en realizar una interpretación ascética en función de la castidad que, sin embargo, será la predominante a partir del s. XIX. Un ejemplo claro lo tenemos en san Juan Crisóstomo16, cuya línea seguirá el místico J. Ruusbroec distinguiendo una castidad del espíritu, una castidad del corazón y una castidad del cuerpo, y refiriendo la bienaventuranza, a la castidad del corazón, que «cierra el corazón a las cosas terrenas y a las ilusiones falaces, mientras que lo abre a las cosas celestiales y a la verdad»17.
Con modulaciones y grados diversos de fidelidad, todas estas interpretaciones ortodoxas permanecen dentro del horizonte nuevo provocado por Jesús, que reconduce la entera existencia y todas sus dimensiones “al corazón”18. Esta es la novedad de Jesús: todo es reconducido al corazón.

¡Crea en mí un corazón puro! Un corazón puro para la vida religiosa
¿Qué significa hoy para la vida religiosa tener un corazón puro? ¿Qué tareas debería de emprender para ello? El texto bíblico y la tradición a la que nos hemos asomado mínimamente hacen intuir una gran riqueza de posibilidades, que seguramente no han pasado desapercibidas al lector y lectora atentos. Escojo tres, sin pretensión alguna de agotar el tema, más bien como invitación a seguir pensando, escuchando y moldeando el corazón de la vida religiosa.

Función crítica de esta Bienaventuranza
Una de las reducciones que ha sufrido esta bienaventuranza es la de haber sido confinada al ámbito de lo exclusivamente personal, y sustraído de toda proyección o relevancia social. Sin embargo, si logramos sortear el obstáculo de la identificación de la pureza de corazón con la castidad (convirtiéndola en puritanismo), no será tan difícil percatarnos de su potencial para ejercer hoy una función crítica muy necesaria en una sociedad como la nuestra que vive de apariencias, intentando dar la imagen de lo que no se es y, donde la mentira, la hipocresía y el engaño han encontrado carta de ciudadanía: «aparento, luego existo». El hombre –escribió Pascal– tiene dos vidas: una es la vida auténtica, la otra, la imaginaria que vive en la opinión, suya o de la gente. Trabajamos sin descanso para conservar a toda costa nuestro ser imaginario y descuidamos el verdadero. De hecho, el origen del término hipocresía, está relacionado con el arte teatral. De ahí que la hipocresía se entendiera como hacer de la vida un teatro en el que se actúa para un público, representando un papel, un personaje que no se corresponde con la persona que se es19. El hecho inquietante de hoy es que se tiende a transformar la vida misma en un espectáculo (piénsese en los reality show), tornándose difícil distinguir los sucesos reales de su representación mediática. Realidad y virtualidad se confunden. Uno de los signos que definen nuestra era es la costumbre de vivir en función de los otros: viajar para sacar fotos, emprender actividades para contarlas en el blog, existir sólo como condición previa para figurar en las redes sociales. Lo de hacer cosas para la galería tiene más sentido que nunca: nosotros mismos formamos parte de ese público que nos mira y acabamos creyéndonos que de verdad somos eso que se ve, aunque se trate de una imagen parcial e incluso trucada que ya no se parece casi nada a nosotros.
El llamamiento a la interioridad que caracteriza nuestra bienaventuranza y todo el sermón de la montaña es una invitación a no dejarse arrollar por esta tendencia que tiende a vaciar a la persona, reduciéndola a puro simulacro (Baudrillard).

Una vida religiosa llamada a la autenticidad
La vida religiosa será feliz si es auténtica. Una vida religiosa de corazón puro, es feliz por no tener nada que disimular, nada que aparentar. Por no tener que figurar como lo que no es. Cierto es que somos menos, con menos fuerzas, menos “reconocidos”, y gozamos de una significatividad social, política e incluso religiosa mucho menor que años atrás… ¡Bienaventurados! Porque no tendremos que pactar con el poder, para conseguir ventajas que ya no tenemos, y ojalá lleguemos a poder decir que “tampoco queremos”. Porque no precisamos mostrarnos como perfectos, pues ya todos saben que no lo somos; ni como “más” que los demás cayendo en la tentación de recriminarlos. Felices, porque simplemente tenemos que poner todas nuestras fuerzas, todo nuestro ser, haber y poseer en ser sencillamente lo que somos: un corazón humano, un corazón de carne puesto en las manos de Dios. Un corazón frágil, débil, a veces pequeño y arrugado, pero que quiere ser sólo lo que es y lo que ha sido llamado a ser: “un corazón suyo”. Un corazón “loco por Jesucristo”, un corazón de siervos inútiles, de pecadores en medio de una humanidad pecadora, queriendo permitir a la gracia “que nos haga ser” y que actúe a través de nosotros o “a pesar de nosotros”. La causa de nuestra alegría, no está en lo santos, buenos, capaces, brillantes, coherentes o eficaces que seamos, sino en que podemos ser sencillamente lo que somos, con la libertad de los hijos de Dios. Nuestra alegría brota de saber que tal como somos, así hemos sido llamados e invitados a trabajar con el Señor en su viña.
Un corazón limpio no es un corazón perfecto –en el sentido de sin fallos, sin fisuras–, aun cuando la vida religiosa debería ser signo escatológico de esa perfección a la que somos llamados (“sed perfectos… Mt 5, 48). Pero ser signo de esa perfección del Padre, es remitir a la realidad de Dios, conscientes de que sus signos son siempre paradójicos: un niño envuelto entre pañales, una mujer estéril garante de una descendencia numerosa, la ancianidad del patriarca signo de fecundidad… como también fueron paradójicos los del Maestro a quien seguimos. Tan importante como ser signo, es no distorsionarlo: ni su pequeñez, ni su paradoja. Propio de nuestra identidad de signos es ser pequeños y estar “ocultos en la masa”… sin renunciar a nuestra tarea, y sin hacernos demasiado pronto víctimas o pretendidos mártires, porque ni la fuerza de la levadura, ni la realidad a la que apunta el signo están en nuestras manos. Lo nuestro es ser siervos inútiles y, en ello, hallar nuestra alegría.
Kierkegaard evidenció la alienación que resulta de vivir de pura exterioridad, siempre y sólo en presencia de los hombres, y nunca sólo en presencia de Dios y del propio yo. El teólogo danés afirma que lo que mide nuestro “yo” es la realidad ante la que somos, sea ésta material o personal. Por eso nada dignifica tanto al ser humano como vivir ante Dios: coram Deo: «Qué realidad infinita adquiere mi “yo”, cuando toma conciencia de existir ante Dios, convirtiéndose en un “yo” humano cuya medida es Dios. ¡Qué acento infinito cae sobre el “yo” en el momento en que obtiene como medida a Dios!». De una forma más sencilla lo decía Francisco de Asís: «Lo que el hombre es ante Dios, eso es, y nada más».
Un corazón limpio es aquel que se sabe viviendo ante Dios, delante de Dios, en su presencia, bajo su mirada, sin tapujos, sin disimulos, sin ocultamientos, sin disfraces; sabiendo que, en definitiva, Dios es el único que conoce nuestro corazón. La vida religiosa está llamada a tener un corazón así, ocupado en ser ante Él y desgastarse por sus intereses. Sólo existiendo “ante Él” somos y alcanzamos nuestra justa medida, nuestra verdad, nuestra más radical identidad. ¡Y eso nos hará felices!

La hipocresía religiosa: el adversario de nuestra felicidad
Si la libertad que nace de la autenticidad es una de las “cartas de la felicidad” para la vida religiosa, la hipocresía será sin duda uno de los mayores peligros y amenazas para ella.

La tentación de armarnos de «hipocresía» para juzgar
La mayor trampa en la que puede caer nuestro corazón hablando de hipocresía, es servirse de ella sólo para juzgar a los demás, la sociedad, la cultura, el mundo. Jesús lo advierte con seriedad a los “religiosos” de su tiempo: «Hipócrita, saca primero la viga de tu ojo, y entonces podrás ver para sacar la brizna del ojo de tu hermano» (Mt 7, 5). Y el mártir San Ignacio de Antioquia sentía la necesidad de prevenir a sus hermanos en la fe, escribiendo: «Es mejor ser cristianos sin decirlo que decirlo sin serlo» (Efesini 15,1). Que podríamos parafrasear diciendo: “Es mejor ser religiosos sin decirlo, que decirlo sin serlo”. Y es que la hipocresía acecha sobre todo a las personas piadosas y religiosas, es decir, allí donde más fuerte es la estima de los valores del espíritu, de la piedad, de la virtud, o de la ortodoxia (Cantalamesa). Allí el “mal espíritu” se crece, porque también es más fuerte la tentación de ostentarlos para no parecer faltos de ellos. Y no pocas veces es la propia función que desempeñamos la que nos empuja a hacerlo. Con magistral incisión describía ya en el s. IV San Agustín, el peligro de esta situación: «Ciertos compromisos del consorcio humano nos obligan a hacernos amar y temer por los hombres; por lo tanto el adversario de nuestra verdadera felicidad persigue y disemina por todas partes los lazos del “bravo, bravo”, para prendernos a nuestras espaldas mientras los recogemos con avidez, a fin de separar nuestra alegría de tu verdad y unirla a la mentira de los hombres, para hacernos gustar el amor y el temor no obtenidos en tu nombre, sino en tu lugar» (Confesiones, X, 36, 59).

Vivir pendientes del «reconocimiento de los otros», de su mirada, más que de la de Dios
Otro gran adversario de nuestra felicidad es centrar nuestra vida religiosa en “cumplir”, o adecuarnos a un “modo de proceder” que se ajusta a las expectativas de “los otros”, más que al modo de proceder de Jesús. “La vida religiosa no puede ser el ángulo muerto donde el soplo del Espíritu puede alcanzarnos sólo indirectamente” (H.U. von Balthasar). A veces nos falta esa pureza de corazón que te impulsa a “hacer locuras”, a pecho y espaldas descubiertas, sin medir tanto, sin aguardar el reconocimiento de los demás, sin preocuparnos tanto por ser bien interpretados, bien juzgados y comprendidos. La pregunta que tal vez nos ayudaría a evitar el ocultarnos de nuestra propia hipocresía es la de si me he preocupado de la mirada de los hombres sobre mí, más que de la de Dios. Una pregunta que nos devuelve al ámbito de la intención, otra de las dimensiones que afectan a la pureza del corazón. Ya no se trata de si hacemos o no, sino por qué hacemos lo que hacemos. Mejor, por quién y para quién. Es la pregunta por los intereses más profundos de nuestro corazón ¿son los de Jesús, o soterradamente los nuestros? ¡No por acaso Ignacio de Loyola propondrá al ejercitante esta oración, como compañera inseparable de todo el proceso de los Ejercicios: “Pedir gracia a Dios nuestro Señor para que todas mis intenciones, acciones y operaciones sean puramente ordenadas en servicio y alabanza de su divina majestad” [EE 46].

Recapitulando: ¡Un corazón puro, por disponible!
Sería una contribución preciosa para la sociedad y para la comunidad cristiana si la bienaventuranza de los puros de corazón nos ayudara a mantener despierta en nosotros la nostalgia de un mundo verdadero… un mundo en el que las acciones se corresponden a las palabras, las palabras a los pensamientos, y los pensamientos del hombre a los de Dios. Pero sería no menos precioso si despertara en el corazón de nuestra vida religiosa el ardor irresistible de la disponibilidad. Los limpios de corazón son felices, porque están siempre disponibles y son los eternamente dispuestos. Disponibles a recibirnos de Dios, a que sea Él quien vaya guiando nuestros pasos y conformando nuestras identidades, a la medida de las necesidades del mundo, y no tanto a la medida de nuestras necesidades, miedos, inseguridades, e incertidumbres. A veces no sabemos hacia donde vamos, buscamos ansiosos… y, tal vez, lo más importante que deberíamos hacer es simplemente “disponernos” y aguardar esperanzados a ver “en qué o para qué quiere el Señor usarnos”. Y entre tanto, desvivirnos como siervos inútiles en la misión que la Iglesia nos ha confiado, dispuestos a encontrarnos con el Dios infinito en lo finito de la realidad cotidiana.
¡Un corazón limpio!, sin prejuicios, sin presupuestos, sin condiciones inamovibles… ¡en blanco!.
La bienaventuranza nos invita a poner nuestras fuerzas y preocupaciones más que en la queja por nuestra falta de relevancia y reconocimiento, en la búsqueda atenta y discernida de caminos que nos purifiquen el corazón: a) dejando que el Señor escriba en las entrañas de la vida religiosa del s. XXI lo que espera de nosotros; b) viviendo nuestro cada día, más y más, coram Deo, y recibiendo de este cara a cara el sello de nuestra identidad: perder la vida derramándola en los intereses de su corazón; c) entrando en la lógica de la ilógica implacable del amor, de la cruz, de los “locos por Cristo”, que siempre son limpios de corazón; d) vaciando los depósitos de nuestro corazón, los ahorros, las acciones, los intereses… porque “todo” ha de ser puesto en juego en esta dinámica del ¡disponed!.
Vaciemos el corazón para que esté limpio. ¡No nos reservemos! ¡No lo cerremos! ¡No tomemos tantas precauciones! ¡Tantos cuidados! Porque cuando no había posibilidad de tenerlos ¡qué felices éramos! Limpiemos nuestro corazón y salgamos a la intemperie. Con luz o en la oscuridad se nos ha prometido que “veremos a Dios”. Porque qué triste sería morir de puro reservarnos, de puro guarnecernos del peligro, “escondidos de la masa” en vez de “escondidos en la masa”, olvidando que morir “cuesta vida” y es el único camino “para dar vida”. Dándola a tantos hermanos y hermanas nuestras que la necesitan “veremos a Dios” (cf. Mt 25, 37-40) y ¡qué alegría!.
Hay un preciso soneto de Casaldáliga que no me resisto a silenciar a la hora de terminar este artículo… Habla de la castidad y de esa felicidad que puede proporcionar a quien pone todo el corazón, todo el cuerpo y toda la carne en la causa de Jesucristo… ¡felices! ¡libres! ¡amados y amantes!… habrá paz en el corazón de la vida religiosa, pero no sin batalla, será “tan libre como armada”.
Será una paz armada, compañeros,
será toda la vida esta batalla;
que el cráter de la carne sólo calla
cuando la muerte acalla sus braseros.
Sin lumbre en el hogar y el sueño mudo,
sin hijos las rodillas y la boca,
a veces sentiréis que el hielo os toca,
la soledad os besará a menudo.
No es que dejéis el corazón sin bodas.
Habréis de amarlo todo, todos, todas,
discípulos de Aquel que amó primero.
Perdida por el Reino y conquistada,
será una paz tan libre como armada,
será el Amor amado a cuerpo entero.

1 En realidad, los términos «puro» y «pureza» (katharos, katharotes) no se utilizan en el NT para indicar lo que con ellos entendemos nosotros hoy, esto es, la ausencia de pecados de la carne. Para esto se usan otros términos: dominio de sí (enkrateia), templanza (sophrosyne), castidad (hagneia).
2 Sigo en esta parte a R. Cantalamesa, Predicación de Cuaresma a la Curia Pontificia, 9 de Marzo de 2007.
3 Cf. H.B. Green, Matthew, Poet of the Beatitudes, Sheffield 2001, 238-240.
4 Cf. P. Alonso, Bienaventurados los limpios de corazon, porque ellos verán a Dios…”: ST 91 (2003) 499-510, esp. 503.
5 K. Rahner, “Principios teológicos de la hermenéutica de las declaraciones escatológicas”: Escritos de Teología IV, Madrid, 1964, 411-439.
6 «Cuando hagas limosna, no lo vayas trompeteando por delante como hacen los hipócritas en las sinagogas y por las calles, con el fin de ser honrados por los hombres; en verdad os digo que ya reciben su paga. Tú, en cambio, cuando hagas limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha, así tu limosna quedará en secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará» (Mt 6, 2-6).
7 «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, pues sois semejantes a sepulcros blanqueados, que por fuera parecen bonitos, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda inmundicia! Así también vosotros, por fuera aparecéis justos ante los hombres, pero por dentro estáis llenos de hipocresía e iniquidad» (Mt 23, 27-28).
8 «Llamó otra vez a la gente y les dijo: “Oídme todos y entended. Nada hay fuera del hombre que, entrando en él, pueda contaminarle; sino lo que sale del hombre, eso es lo que contamina al hombre… Porque de dentro del corazón de los hombres salen las intenciones malas: fornicaciones, robos, asesinatos, adulterios, avaricias, maldades, fraude, libertinaje, envidia, injuria, insolencia, insensatez. Todas estas perversidades salen de dentro y contaminan al hombre”» (Mc 7, 14-15. 21-23).
9 «Quien mira a una mujer con deseo, ya ha cometido adulterio con ella en su corazón» (Mt 5, 28)
10 H. U. von Balthasar, ET I, Verbum Caro, Madrid 1964, 196.
11 «Tiene el corazón sencillo, puro sólo quien supera las alabanzas humanas y al vivir está atento y busca ser agradable solo a aquél que es el único que escruta la conciencia» (De sermone Domini in monte, II, 1,1).
12 «Todas nuestras acciones son honestas y agradables en la presencia de Dios si se realizan con el corazón sincero, o sea, con la intención hacia lo alto en la finalidad del amor… Por lo tanto no se debe considerar tanto la acción que se realiza, cuanto la intención con que se realiza»: Ib. II, 13, 45-46
13 “Todos se esfuercen en tener la intención recta, no solamente acerca del estado de su vida, pero aun de todas cosas particulares; siempre pretendiendo en ellas puramente servir y complacer a la divina bondad por sí misma”: Constituciones, nº 288.
14 «Si, con un tenor de vida diligente y atenta, lavas las fealdades que se han depositado en tu corazón, resplandecerá en ti la divina belleza… Contemplándote a ti mismo, verás en ti a aquél que es el deseo de tu corazón y serás santo»: Gregorio de Nisa, De beatitudinibus, 6 (PG 44, 1272).
15 «Bienaventurados los puros de corazón porque verán a Dios. Como si dijera: purifica el corazón, sepárate de todo, sé monje, sólo, busca una cosa sola del Señor y persíguela (Sal 27, 4), libérate de todo y verás a Dios (Sal 46, 11)»: San Bernardo de Claraval, Sententiae, III, 2.
16 Homiliae in Mattheum, 15,4.
17 Obras. Bodas del alma. Pureza, UPS, Madrid 1985, 334.
18 Paradójicamente, los que traicionaron la bienaventuranza evangélica de los puros (katharoi) de corazón son precisamente los que tomaron el nombre de ella: los cátaros con todos los movimientos afines que les precedieron y siguieron en la historia del cristianismo. Ejemplo de quienes hacen consistir la pureza en separación y exclusión, es aislamiento ritual y social de personas y cosas juzgadas en sí mismas impuras y herederos del radicalismo sectario de los fariseos más que del Evangelio
19 La persona es un rostro, el personaje una careta. La persona es desnudez radical, el personaje es todo ropaje. La persona ama la autenticidad y la esencialidad, el personaje vive de ficción y de artificios. La persona obedece a las propias convicciones, el personaje obedece a un guión. La persona es humilde y ligera, el personaje es pesado y ampuloso: R. Cantalamesa; Predicación de Cuaresma a la Curia Pontificia, 9 de Marzo de 2007.
20 “¿Cuándo te vimos Señor? Cada vez que lo hicisteis con uno de mis hermanos más pequeños…”