La Trinidad es una palabra mayor, ante ella se puede sentir el vértigo de lo que no se puede llegar a comprender, como pasa con tantas otras palabras (para mi «galaxia», salvando las diferencias evidentes, es una de ellas en el nivel de abarcarla intelectualmente). Pero no es un juego teológico o una triquiñuela de eruditos. No es es lo «no ser» de una negatividad de renuncia a la comprensión que tantos misteriosos gozan de esgrimir. Es el cuento del niño que intenta meter todo el agua del mar en un pequeño agujero en la arena, pero no es sólo ese mar imposible de contener ni ese ridículo agujero.
La Trinidad tiene una clave de acercamiento desde la encarnación. Dejando de lado comprensiones filosóficas griegas que ya casi nadie logra identificar, la encarnación nos acerca a unos trazos que están cargados de historia, de tiempo, de carne y de vida, como la nuestra, en la persona del Hijo y que pertenecen a Dios de una manera irrevocable e imborrable. Es la comunicación amorosa, de una amor hecho carne ya para siempre, de un diálogo que podemos comprender porque está hecho con el mismo alfabeto que nosotros usamos aunque lo hagamos de manera imprecisa y equívoca. Es ese no tiempo eterno que ya tiene dentro de sí este nuestro tiempo limitado vivido en toda su densidad por el Hijo. Es el Verbo engendrado antes de la creación del mundo por el Padre y vuelto a engendrar en las entrañas de María por la acción amorosa del Espíritu que cubre con su «sombra» (como la sombra saludable de los árboles en verano) porque el Padre así lo quiso desde antes de cualquier «antes».
Y en nosotros sigue siendo ese engendramiento («desde las entrañas maternas te fui entretejiendo») y ese segundo nacimiento por el agua y el Espíritu en el bautismo, que añade nueva vida a esta Iglesia santa y pecadora, pero vida en el amor, aunque sea balbuciente. Nuestra carne, lo que somos, ya no es discordante con este Dios que continúa, aquí y ahora, hablando el lenguaje del amor de millones de maneras (como los millones de estrellas de las galaxias) por medio de ese gran conversador que el el Espíritu. Lenguaje construido con nuestro mismo alfabeto, aunque nosotros lo utilicemos de manera imprecisa y equívoca; pero a veces las palabras coinciden, muchas veces. Y nuestro tiempo concreto y limitado se expande hacia ese más allá que es más acá ilimitado en el amor.