Las reformas de la concordia

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Habían transcurrido apenas unos años de la Pascua del Señor. Muchos, en las primeras iglesias, le habían conocido. Todavía podía catarse “un cierto olor al Nazareno” en las proto-comunidades surgidas de la Pascua/Pentecostés. La sombra del Maestro, sus gestos y palabras, se paladeaban todavía. Sin embargo, ya en los primeros años de cercanía al carisma aleteaba el cisma.  Surgieron las primeras controversias intraeclesiales (cfr. Gál.1,13-14.22-24).  Saulo, el “último” de los apóstoles, pregonaba que “ya no hay más judío, ni griego, esclavo ni libre, varón y hembra” (Gál. 3,28). Pero sabemos que no todos, especialmente en la cuna nutricia que era Jerusalén, participaban de estas novedades. Las cosas fueron a más, y los cristianos de Damasco y Antioquía se fueron alejando, peligrosamente, de la Iglesia madre de Jerusalén. Y a la inversa, por supuesto. Pablo, con Bernabé, peregrinaron a las fuentes para encontrarse con “las columnas de la Iglesia”. Y así tuvo lugar la “asamblea de Jerusalén” (finales de la década de los 40), el mal llamado por algunos “primer concilio de la Iglesia” (cfr. Gál.2,1-10 y Hech. 15,1-29).

Debió haber de todo, el litigio doctrinal, eclesial, fue de altos vuelos, a pesar de los paños calientes que utiliza el bueno de Lucas en sus Hechos. Fue una asamblea de diálogo, seguramente el primer diálogo en hondura de la Iglesia nacida del carpintero de Galilea. Se sentaron a orar y a hablar.  Y ocurrió lo que idealistamente llama Lucas en sus descripciones un tanto románticas de las primeras comunidades: “tenían un mismo corazón… todos pensaban igual” (cfr. Hech. 2 y 4). No parece que todos pensaran igual (afortunadamente) pero sí parece que todos “tenían un mismo corazón”. Porque “Dios, conocedor de los corazones… purificó sus corazones con la fe”. Había nacido la con-cordia eclesial. Y con ella, la capacidad real de reforma y renovación. Seguramente ni Pedro, ni Santiago, ni Pablo, ni Bernabé, ni Tito, ni Juan, gozaban de un “corpus” doctrinal idéntico. No había unicidad doctrinal, pero había unidad en la fe de los corazones. Las reformas (inculturación) de las recién nacidas iglesias se gestionaban a través de la con-cordia, de tener un mismo corazón y una misma alma. Y se llegó a acuerdos, no a componendas de compromiso temporal, sino a verdaderas tomas de postura ante las nuevas realidades que las también nuevas iglesias iban escrutando. Es verdad que luego vino el “conflicto de Antioquía” (cfr. Gál. 2,17; ¿año 49?), en el que Pedro titubeó y hasta involucionó hacia posturas aparentemente superadas en la asamblea de Jerusalén, y Bernabé se retractó de sus ideas, y Pablo calló, y sufrió, y seguramente lloró, al optar por sus viajes misioneros como “retirada humilde” a las dificultades  siempre inherentes a toda con-cordia, cuando se presagían -de nuevo- las dis-cordias.

La Iglesia de nuestros días se debate en las dis-cordias, en las visiones teológico-pastorales di-vergentes y poco con-vergentes. Tal vez sea época de diálogos, que más que afrontar ideas y planteamientos teológicos-pastorales (o, tal vez, ideológicos) asuma su vocación a la con-cordia para que pueda continuar el camino hacia las fuentes primeras de Jesús.  “No se puede ser de Pablo, de Cefas, de Apolo, de Silas, de Rouco, de Cañizares, de Francisco o de Benedicto”. Hay que asumir -pienso yo- una vocación a la concordia, a tener un mismo corazón que respete y asimile otras pluralidades probablemente secundarias. Cualquier reforma eclesial pasa necesariamente por “circuncidar los corazones”, mucho más que por “circuncidar las ideas”. O circuncidar nombres propios de papas, cardenales y obispos. Como hicieron Santiago, Pedro, Juan y Pablo permitiendo que Dios “purificara sus corazones con la fe”. Hay que sentarse a dialogar. Con tiempo y con paz