Hace ya unos cuantos años se pusieron de moda algunos libros titulados “Las recetas de la abuela”. Tuvieron éxito. Surgieron varias de estas “abuelas” que nos deleitaban con sus platos caseros, recuperados del menú sencillo pero exquisito y sano de la cocina popular. Se trataba de platos elementales, que gustaban a grandes y pequeños, y sobre todo, que nos traían ciertas añoranzas de una gastronomía que comenzaba a olvidarse y a sustituirse por la “fast food”, las hamburguesas de las multinacionales, las pizzas importadas made in Italia y últimamente, los conocidos “kebaps”. Retornar a las viejas fórmulas culinarias, a los ingredientes sanos y primarios, a los postres “caseros”, a los guisos “con sabor a abuela, a humo de cocina económica, y a leña y carbón”, nos transportaba, desde los gustos y los olores, a los tiempos de antaño. Ya se sabe: “cualquier tiempo pasado fue mejor”.
A veces pienso que en nuestra Iglesia estamos en sintonía con estas “recetas de la abuela”, o de los “abuelos” pastorales de siglos atrás. Tenemos la pretensión de revitalizar la acción eclesial recuperando, remozados o no, esquemas, devociones, movimientos, asociaciones, cofradías, rosarios de la aurora, acciones católicas, adoraciones ante el Santísimo, horas santas, cursillos de cristiandad, tarsicios, mes de las flores, y un sinfín de “recetas de la abuela” que fueron estimados, eficaces y, sobre todo, respondieron a la espiritualidad pre-conciliar. Nada tengo contra esas devociones en las que yo mismo alimenté mi fe durante décadas. Lo que me preocupa es nuestra falta de originalidad y creatividad, nuestra ceguera pastoral refugiándonos en mediaciones que ya no “median” demasiado entre el Mensaje y los presuntos receptores del mismo. Intentamos reanimar caminos ya transitados, por donde ya casi nadie pasea, que son “carreteras cortadas” que no llevan a ninguna parte. Los “platos” pastorales tradicionales que estamos sirviendo en nuestros menúes pastorales deleitan a muy pocos. Habría que organizar un “master chef” pastoral más creativo, más inculturado, que acierte más y mejor con los nuevos paladares de la gente de hoy. Las recetas de la abuela ya no sirven; entre otras cosas porque “no hay recetas” aunque nos empeñemos en buscarlas como quien pretende un talismán evangelizador que “lo solucione todo”. Las cosas, pienso yo, deben ir por otros derroteros, más realistas, más profundos, más serios, mejor planteados, más atrevidos, más actuales. ¿Por qué no? Así actuó siempre la Iglesia; todas las devociones, asociaciones, movimientos, oraciones, que citaba antes, y otras muchas más, no están en los evangelios, ni se habían “descubierto” en los primeros siglos de evangelización. Todos tienen historia, fecha de nacimiento, y, seguramente, desde hace mucho, una inevitable “fecha de caducidad”. Las recetas de la abuela no sirven, además, porque los ingredientes de las comidas son otros, las sensibilidades han cambiado demasiado, incluso la manera de presentar un plato es radicalmente nueva, muy distinta al puchero de antaño. En vez de apetitosos guisos, caemos en lamentables desaguisados. Y es que la gente ha cambiado, y sobre todo, es que ya no existe la abuela. Hace mucho que hicimos su funeral.
No es fácil reconstruir un nuevo recetario desde la convicción de que no hay recetas, pero sí escrutar, desde la esperanza, nuevos e inesperados caminos, que la gente sigue buscando a tientas; que hay que “recomponer, reconfigurar el creer” y atinar con una auténtica y seria evangelización. Supongo que “nueva”; no lo sé. Sí sé que es el Espíritu el único “master chef” de la Iglesia; y que hoy, víspera de Pentecostés, “se hacen nuevas todas las cosas”, se cambian los odres y no se cosen remiendos al paño maltrecho. Lo decía Mons. Ignacio Hazim, metropolita ortodoxo de Lataquia en la Conferencia Ecuménica de Upsala en 1986. Y Congar lo retómó después: “Sin el Espíritu Santo, Dios está siempre lejos, Cristo queda en el pasado, el Evangelio es letra muerta, la Iglesia una simple organización, la autoridad se convierte en dominio, la misión es propaganda, el culto una evocación, el actuar cristiano una moral de esclavo. Con el Espíritu Santo, el cosmos es elevado y gime con dolores de parto propios del Reino, Cristo resucitado se hace presente, el Evangelio es potencia de vida, la Iglesia significa comunión, la autoridad es servicio, la misión es una nueva Pentecostés, la liturgia es un memorial y una anticipación, el obrar humano queda divinizado”. ¡Se acabaron las “recetas de la abuela”; sólo cabe “el aire inesperado del Espíritu”!