Solemos llamar “personas discapacitadas” a quienes no se adecuan a nuestros estándares de normalidad y capacidad. Éstos son muy inflexibles en sociedades elitistas, aristocráticas, poco hospitalarias; para ellas son muchísimos los discapacitados. En cambio en sociedades democráticas, populares, inclusivas y hospitalarias, se eliminan barreras, se allanan los montes y se elevan los valles para que todos, o la inmensa mayoría se sientan “capaces”, sujetos, personas.
¿A cuál de estos dos modelos se parece más la Iglesia, nuestro instituto? A veces utilizamos unos baremos de perfección, pureza, santidad, tales que las personas discapacitadas resultan ser mayoría. Otras veces, ocultamos y excluimos a los discapacitados físicos, psicológicos o mentales, para que no interrumpan la armonía y belleza de nuestras celebraciones o actos solemnes. Recuerdo el espectáculo bochornoso de una persona discapacitada que interrumpió una conferencia que yo daba y que fue reducida por la fuerza y expulsada. No tuve la valentía para oponerme públicamente a esa acción. ¡Cuánto me arrepiento! Jesús no actuaría así.
Hay demasiadas barreras que crean espacios de exclusión en la comunidad cristiana. Mientras la sociedad adapta su legislación a la nueva conciencia de la inclusión, nosotros mantenemos la normativa del siglo pasado, sin modificarla un ápice. ¿Sería una locura la emergencia de un instituto religioso no sólo para la discapacidad, sino donde se acoja a los discapacitados? Hay grupos alternativos que ya lo intentan. Otros prefieren ser y aparecer como grupos de élite. La comunidad del Reino de Dios, que Jesús proclamó y soñó, reconoce que quienes tienen una discapacidad, son también portadores de misteriosos carismas, mucho más importantes para la sociedad o comunidad que los considerados imprescindibles.