Incluso las más tempraneras lo hacen en enero. Otras, más remolonas, se retrasan hasta marzo. Pero siempre una lluvia misteriosa de pequeñas flores amarillas y una fragancia característica presagian el final del invierno.
El 11 de febrero era invierno. En Roma y en todo el hemisferio norte. Era un lunes más del largo invierno, un lunes entre tantos. Joseph Ratzinger, el papa Benedicto XVI, cansado y preocupado, posiblemente agobiado, sorprendía al mundo católico. Y no sólo al católico: a todos los rincones del planeta. Los rápidos e incontenidos “medios” transmitían una noticia histórica. Ciertamente “histórica”. Prácticamente el primer papa de la ya larga marcha de la Iglesia católica que renunciaba a su episcopado romano y, por tanto, al ministerio petrino. Impensable, insólito, ciertamente “revolucionario”. Inimaginable sólo unas horas antes. El gesto, la decisión tomada, que tanto debió hacer sufrir, reflexionar y rezar al anciano papa alemán, abría un paréntesis de difícil clausura.
Vinieron las semanas de conjeturas, de quinielas y apuestas, sazonadas todas por la sorpresa, casi el estupor, que había creado Benedicto XVI, el teólogo, el ortodoxo, el amante de las tradiciones más acendradas de veinte siglos de Iglesia. Pero la gran pregunta se orientaba hacia su sucesor en el “trono de Pedro”. ¿Quién podría ser? ¿Un papa de transición o más probablemente un papa “joven”? ¿Un papa que prolongara el estilo Wojtyla-Ratzinger? ¿O un papa más “novedoso”, tal vez otro europeo -seguramente del centro del viejo continente-; o incluso, aventuraban los más osados: un papa no-europeo, venido del llamado desde el “primer mundo”, el “tercer mundo”? Imposible que fuera un papa “progresista”. Continuaríamos en la misma zona eclesial, en la misma parcela posconciliar. La profecía-símbolo-parábola de Rahner, “el añorado”, como le llama su discípulo Metz, del “invierno eclesial” se prolongaría, sí o sí, en el también añorado e incierto marzo. Todavía en invierno, todavía con las mimosas presagiando primavera.
Y ocurrió lo que todos olvidamos en estos casos, incluso los católicos: eso de una “presencia inexcusable pero respetuosa” del Espíritu: ni italiano, ni europeo, ni progre ni tradicional. Argentino, ya no tan joven, jesuita de toda la vida. Jorge Mario cardenal Bergoglio, arzobispo de Buenos Aires. Inesperado a pesar de todo. Pero para muchos, “el deseado”, sin siquiera saber mucho más de él. Y comenzaron sus gestos imprevisibles, sus palabras sencillas y cercanas, sus opciones personales como obispo de Roma, y se dispararon las esperanzas, como una noche de fuegos artificiales. Cien días después, esto ya no es noticia. Ahora la noticia es la primavera, que para muchos presagiaron las mimosas en febrero. Pero tampoco ya es primavera. Es verano. Francisco, simplemente Francisco, sigue ocupando día tras día todos los medios de comunicación del patio católico. La acogida es inmensa, incluso por teólogos y pensadores religiosos más “radicales”, los que están “más a la izquierda”. Otros, los de la zona más tradicional, parecen perplejos, asustados, intranquilos. O tal vez sea sólo una impresión mía, muy personal.
¿Termina así la profecía-símbolo-parábola de Rahner? ¿Se equivocó el teólogo alemán colega de Ratzinger, y de Küng, en el Vaticano II? ¿Estamos ya en una “primavera eclesial”? O mejor aún, ¿en un auténtico verano escatológico, celestial, de una Iglesia “sin mancha ni arruga”? Llegó Francisco, y con él -dicen muchos- terminó “el invierno eclesial”. En ese caso, habrá que cambiar el nombre de este blog que hoy comenzamos.