Hay días que te parecen los últimos. Hay noticias que te ponen en la antesala de un final que sucederá, sí o sí. Seguramente forma parte de la tan traída y llevada posverdad que a fuerza de su aparición en nuestras vidas se ha convertido en «tertuliana» de todas las reuniones. La posverdad puede hacer «verdad» cualquier mentira. Basta que emocionalmente cautive y el personal no esté dispuesto a contrastar. Por la red circulan infinidad de posverdades, tantas como autores. Lo mismo cabría decir de titulares de prensa, o máximas que encumbraron o derrotaron candidatos… Es un tiempo de posverdades por doquier.
Que la vida consagrada está viviendo una crisis de adecuación a este momento de la historia es verdad, pero que la vida consagrada esté abocada a su desaparición es una posverdad. A no pocos «defensores» de la Iglesia les encanta sumarse al carro de las posverdades. Llevan muchos años diciendo que la vida consagrada se acaba. Están un poco tensos porque se acaba su voz y la vida consagrada siguen en su itinerario hacia un porvenir de Dios. Son, gracias a Dios, «agoreros de calamidades» sin efecto ni suerte.
Hace poco me decía alguien, ciertamente entendido en estas artes, que la vida consagrada en occidente se acaba porque no hay novicios. Lo dijo con tal rotundidad que no gasté energía en contrastar que no era del todo cierto. Sobre todo, porque yo estoy dando clase a novicios y hay, existen, son y tienen derecho a que se sepa de su existencia. Seguramente mi interlocutor quería decir que los novicios que hay no serán suficientes para sostener, tal cual, la realidad de la vida consagrada que hoy conocemos. Eso es verdad. Que no haya, es una posverdad mayúscula.
Forma parte de la vida consagrada la debilidad, eso es verdad. No forma parte de su ADN la muerte o la desaparición. Eso es posverdad, ingenuidad u otra intención.
En un tiempo en el que el papa Francisco está impulsando una reconstrucción de la pertenencia eclesial desde la pluralidad y la complementariedad tenemos que ser muy limpios en las búsquedas de la verdad, permitiendo que nos diga cada quien quién es y que busca, no sea que digamos nosotros a cada uno quién es, qué debe hacer, convirtiendo las vidas y las relaciones en una suerte de posverdad en donde nada acabe de ser falso, pero nada llegue, tampoco, a ser del todo verdadero. La vida consagrada vive muchas situaciones parecidas. Ha conocido esperanzas y también sobresaltos en todas las congregaciones y órdenes. Creer que todas son lo mismo, sirven las mismas soluciones o, vista una vistas todas, amén de simple, es falso. Es una gran «posverdad» permitida o jaleada, pero irreal, ingenua e injusta. Porque la vida, donde se inserta la consagración, es y necesita ser plural, original, nueva y sorprendente. Es el lugar de Dios, que sí que es la verdad. Por eso, es verdad que desaparecerán algunas formas de vida consagrada, pero nunca desaparecerá la vida consagrada que es el modo más original, directo y claro que tiene Dios para manifestar su gratuidad en cada generación y cultura.