LA SOLEDAD NO SE MIDE A PALMOS

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(José Tolentino de Mendonça). A veces, dentro de una casa, la soledad más invisible es la de los jóvenes. La soledad no se mide con las palmas de las manos –esto debe explicarse a aquellos que piensan que está confinada al mundo de los adultos–. Es cierto que a partir de una cierta edad, y de una sucesión de acontecimientos con los que se choca indefenso, surge ese coágulo del alma que lucha por hacerse fuerte. No es de extrañar que los adultos olfateen más a menudo la soledad del otro, reconozcan sus códigos, pierdan sus zigzags… Pero como son adultos, también pueden hacer uso de más recursos internos, de fuerzas que ya poseen o que buscan, para enfrentarlo. Pero la soledad de los más jóvenes es quizás la más sumergida, más enigmática y confusa para los propios sujetos. También de la que hablamos menos. Posiblemente pasen muchos años antes de que nos demos cuenta de cómo la generación de niños y adolescentes de hoy vivió esta experiencia de la pandemia, qué miedos e incertidumbres se alojaron en ellos por primera vez, o qué preguntas sin respuesta se hicieron. Tardaremos en comprender lo que significó para ellos el cierre abrupto de las escuelas, la distancia de los amigos y compañeros o ese retorno a una intensidad de relación en la familia nuclear, que tal vez no habían conocido antes. A menudo, quienes los ven armados con tecnología, tumbados en el sofá, aparentemente cerrados en sus intereses, con la cabeza en otra parte, respondiendo con monosílabos a frases enteras, no se imaginan que esta es la forma que tienen de protegerse de un mundo que sienten que se les escapa. Que cuando deambulan en una pasividad donde solo vemos perplejidad e indolencia son tragados, con una reverberación dolorosa que no captamos, por la indecible visión de mirarse en el espejo, y preguntarse cómo serán cuando despierten al día siguiente, y al mes siguiente. Y que cuando parecen implicados y agresivos, a decir verdad, solo están asustados. Los adultos olvidamos rápidamente lo frágiles que son las vidas construidas sobre certezas cuya evidencia depende de la confianza, y que además es un viaje tan largo como feliz.

Ganaríamos mucho si en lugar de la prisa del juicio nos tomáramos la molestia de sintonizar con la soledad de los demás, aprendiendo así a reconciliarnos con la nuestra.