Es la fiesta de La Sagrada Familia: Jesús, María y José.
Se supone que, si la celebramos, es porque se trata de un misterio de salvación, misterio que la comunidad eclesial recuerda –lo trae de nuevo al corazón-, revive –lo trae al tiempo presente-, e imita –llevándolo así a la vida de quienes la formamos-.
Esta fiesta, que es celebración de un misterio entrañable de nuestra fe, puede quedar reducida a declaración ideológica sobre el modelo de familia que se considera necesario mantener.
Se da por supuesto que Dios, nuestro Padre, nos ha propuesto a la Sagrada Familia como ejemplo de virtudes domésticas y de unión en el amor.
Pero aquel hijo es irrepetible, especial, único; aquella madre también; aquel padre también: ninguno de ellos resulta imitable.
A su vez, las relaciones entre aquel hijo, aquella madre y aquel padre están atravesadas una y otra vez por lo desconcertante de Dios, por lo imprevisto, por lo extraordinario, por lo incomprensible, tanto que, de María, la madre, la más perdida en aquel abismo, se dice que guardaba todo aquello en el corazón –guardaba en el corazón todo lo que sobrepasaba su capacidad de comprensión-.
Me pregunto qué sentido puede tener que, en relación al misterio de esa familia que forman Jesús, María y José, hablemos de “virtudes domésticas y unión en el amor”.
No quiero pensar que, con esta celebración, se intente trasladar a la Sagrada Familia comportamientos –normas sociales, normas religiosas- que la ideología desea encontrar imitados en las familias de hoy.
Me pregunto entonces ¿de qué hablamos si no hablamos de aquel modo único de ser hijo, de aquel modo único de ser madre, de aquel modo único de ser padre? ¿De qué hablamos si no hablamos de aquellas relaciones irrepetibles, inimitables, que hay entre Jesús, María y José? ¿De qué hablamos si no hablamos de las normas que regulaban la convivencia familiar en tiempos de Jesús?
Hablamos de lo que, por designio de Dios y por fe, Jesús, María y José son para la Iglesia, para nosotros, para la humanidad entera.
La llamada de Dios y la obediencia de la fe hicieron de aquella familia una fuente de gracia, de bendición, de salvación para todos.
Hoy recordamos –celebramos- el amor de Dios que llamó a María a aquella maternidad; el amor de Dios que llevó a Jesús a aquella filiación; el amor de Dios que invitó a José a aquella paternidad; vocación que, al ser aceptada por ellos en la fe, los hizo bendecidos siempre y bendición para todos.
Y es ese misterio de fe –misterio de obediencia a la palabra de Dios- el que hoy recordamos, agradecemos, celebramos, revivimos, aprendemos, imitamos, comulgamos.
La relación que hay entre Jesús, María y José sólo se entiende desde la escucha de la palabra de Dios, desde el “hágase” a esa palabra, desde la obediencia de fe.
Y esa misma obediencia hace que Jesús sea nuestro hermano, nuestra cabeza, nuestro salvador; hace que María sea realmente nuestra madre; hace que José sea padre de la Iglesia como lo fue de Jesús.
Y esa misma fe, si se la encuentra en nosotros, hace que la Sagrada Familia sea nuestra familia.
El nombre que la liturgia da en este día a la obediencia de fe es: “temor de Dios”.
“El que teme al Señor honra a sus padres”: el amor filial asume la forma de respeto al Señor.
“Dichosos los que temen al Señor y siguen sus caminos”: las relaciones en la familia, más allá de las conveniencias sociales de cada momento histórico, son un reflejo de la relación que cada miembro de la familia tiene con el Señor nuestro Dios.
Y a la hora de buscar un modelo concreto para esas relaciones, la liturgia se fija en los que formamos la comunidad eclesial: “Como elegidos de Dios, santos y amados, vestíos de la misericordia entrañable, bondad, humildad, dulzura, comprensión. Sobrellevaos mutuamente y perdonaos cuando alguno tenga quejas contra otro”. Esa familia que es la comunidad eclesial es la que está llamada a ser escuela donde se aprende el amor familiar.
Escucha y cree, Iglesia cuerpo de Cristo. Escucha, cree y comulga.
Recibiendo a Cristo Jesús, comulgamos su obediencia filial, comulgamos la fe humilde de María, comulgamos el abandono confiado de José en las manos de Dios.
Recibiendo a Cristo Jesús, nos hacemos en él hijos de María y de José.
Recibiendo a Cristo Jesús, nos vestimos de misericordia, de bondad, de humildad, de dulzura, de comprensión, y aprendemos a ser de todos como lo es aquel a quien recibimos.
En comunión con Cristo Jesús, nos hacemos familia de Jesús, de María y de José.
Feliz comunión en la fe y el amor con la Sagrada Familia.