LA REVISTA VR EN EL AÑO DE LA VIDA CONSAGRADA

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El contagio del amor y la solidaridad en la pobreza
«Profesión perpetua en medio del ébola».

El virus del ébola casi deja de ser noticia. En la sociedad del espectáculo creamos continuas razones de conversación y análisis. Sin embargo, la gente sigue muriendo por esta terrible enfermedad. El primer mundo está muy lejos del que hemos llamado tercero y la dejadez y el olvido pasan factura ante una realidad sangrante en África.Se han ido ya algunos periodistas y algunas empresas farmacéuticas no han querido llegar. Los religiosos y religiosas no se han movido de allí. Es su sitio… Incluso algunos pronuncian, en ese contexto, el sí para siempre… que ya es el colmo del contraste. Elena S. Wolo, vivió uno de los días más felices de su vida en medio de la tragedia del ébola, pero no perdió la esperanza en el Dios de la vida.Ella nos ofrece su testimonio frágil, intenso y fecundo… el de las mujeres fuertes en Dios.

«Aunque experimentaba el dolor y la fatiga del ébola, mi mirada y esperanza estaban puestas en el Dios de la vida».El Señor ha tenido la oportunidad de darme lo que había previsto para mí, consagrándome definitivamente para el servicio y anuncio de su Reino.

La alegría de la consagración definitiva

Era un día esperado, deseado y llegó el momento: mi admisión para hacer los votos perpetuos en la Congregación Misioneras de la Inmaculada Concepción…

Sin perder tiempo comuniqué esta buena noticia a mi familia y a mis amigos. Quería celebrar este acontecimiento en mi país natal para que participara, sobre todo, mi familia ya que nunca tuvo la oportunidad de hacerse presente en los momentos más importantes de mi vida como religiosa. Estaba muy contenta. Sin embargo, mis expectativas y mis sueños de celebrarlo gozosamente, se convirtieron en algo trágico y, por desgracia, muy triste.

 

Regreso a Liberia, mi país

El día 9 de julio de 2014 llegué a Monrovia. Deseaba ardientemente encontrarme con mi familia, mi cultura, mi clima y las cosas típicas de mi país… Después de haber estado cinco años en Argentina.

Desde el aeropuerto, ya me pude sentir acogida por mis familiares, por mis hermanas misioneras y por los hermanos de San Juan de Dios. Con mucha alegría abrí mis brazos para regalarles un abrazo inmenso y para recibir también todo su cariño, pero mi sorpresa fue mayúscula cuando me dijeron: “No podemos abrazarte”. Ni siquiera pudieron darme besos, “está terminantemente prohibido”, me dijeron. Entonces me pregunté: ¿Qué está pasando? ¿Por qué nadie quiere acercarse a mí? ¿Por qué esta indiferencia?

Todo el mundo tenía miedo a ser contagiado por el virus del ébola que sufría el pueblo liberiano. Las noticias que escuchaba, a través de la gente y de los medios de comunicación, eran cada vez más desagradables. Entonces fue cuando me golpeó con fuerza otra pregunta: ¿Por qué mi país?

No podía imaginar que, después de 14 años de guerra civil, durante la cual se habían perdido muchas vidas humanas, propiedades, etc., estuviéramos inmersos en otra crisis tan dolorosa como la del virus del ébola. A pesar de todo, sentía y compartía el dolor que el pueblo liberiano estaba viviendo.

Impotencia ante la falta de recursos

No podía hacer nada. Solamente seguir el protocolo de “no tocar a nadie para no contagiarme…”. No había medicinas y los recursos materiales y humanos no eran suficientes para luchar contra tan peligroso enemigo. El porcentaje de contagio era abismal; además los pocos médicos y enfermeros que se encontraban en el país se estaban contagiándo. Otros tenían miedo, ya que no había remedios para luchar contra el virus. Se cerraron los hospitales más importantes del país, incluso las escuelas y universidades… todo quedó paralizado.

En el hospital, los hermanos estaban alerta. Pusieron medios para que no llegaran enfermos contagiados del virus, ya que el hospital no estaba en condiciones para recibirlos. A pesar de tanto protocolo, ingresó en el hospital una joven de unos 35 años, con síntomas del virus. Todos huían de ella menos los religiosos y religiosas. Después de ella se contagió el Hermano Fray Patrick Nshamdze, director del Saint Joseph´s Catholic Hospital.

En estos días, de dolor y tristeza, continué con los ejercicios espirituales y la preparación para los votos perpetuos. Mi acompañante en los ejercicios fallecería días después al ser también contagiado por el virus. Era Miguel Pajares, hermano de San Juan de Dios, primer español fallecido a causa del ébola.

Profesión perpetua accidentada

Por primera vez en mi vida podía sentir y vivir el profundo dolor que conmocionaba a mi pueblo. A mí, en medio de todo esto, me faltaba el ánimo y la alegría suficientes para poder festejar la profesión perpetua. Sin embargo, el sábado 2 de agosto por la mañana, estábamos a la puerta de la parroquia Cristo Rey para celebrar la profesión perpetua, presidida por el arzobispo de la diócesis de Monrovia, Lewis Zeigler…También estaban presentes numerosos sacerdotes, religiosos, familiares y amigos. En aquel momento, interiormente sentía una mezcla de alegría y tristeza… Por un lado, sentía la alegría de profesar, o sea consagrarme definitivamente a Dios; pero por otro, estaba muy triste porque se habían llevado al hermano Patrick al centro de aislamiento (elwa) y no sabíamos si iba a salir con vida, ya que las noticias que llegaban, de ese centro, eran todas negativas. Además, en comunidad estaba el padre Miguel Pajares enfermo y no pudo participar en la misa.

Durante la celebración eucarística llegó la noticia de que Patrick había muerto. Al enterarse de la muerte del hermano, la gente se escapaba y quedaron muy pocas personas para compartir la segunda parte de la celebración, la comida. Nadie se atrevía a decirme qué estaba pasando, porque no querían estropear mi día. Así es como terminó la celebración de la profesión: con un muerto, mucho dolor y demasiada tristeza.

El drama no había hecho nada más que empezar, porque la gente sospechaba que todos los misioneros y algunos trabajadores, que tuvieron contacto con el hermano, se habían contagiado por el virus.

Mi contagio

El día 5 de agosto pedimos que viniera el equipo del ébola para hacernos la prueba del virus. Mientras tanto, yo me sentía muy débil. El día 7, ya no podía salir de la cama, sentía un extremo agotamiento, diarrea, no tenía apetito… sabía perfectamente que eran los síntomas del virus porque había tocado en varias ocasiones al hermano Patrick cuando estaba enfermo. Una vez, incluso, le di de comer, corté sus uñas y limpié su vómito. El día 9 de agosto, nos llevaron al centro de aislamiento, dejando el cuerpo de la hermana Chantal Mutwameme en casa. Ésta fue una de las experiencias más fuertes de mi vida y me marcará para siempre.(Seguir leyendo en VR 119, febrero (2015).