LA REVISTA VR EN EL AÑO DE LA VIDA CONSAGRADA

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Sigue habiendo vida religiosa

Seguro que conocemos a muchos, la mayoría, con historia, los menos, más jóvenes. Son una pequeña parte dentro de la Iglesia pueblo de Dios, apenas llegan al 0,05 % de los bautizados, sin embargo, es una porción con sabor y pluralidad… Los hay amables, francos, gruñones, pequeños, altos, rigurosos, transgresores, artistas, solidarios, divertidos, ilusionados, orantes, abnegados, distraídos, entregados, silenciosos, parlanchines, confiados, misericordiosos, enamorados, solemnes, desenfadados, creativos, copia y pega, entrañables, austeros, no tan austeros, sorprendentes, felices… ¿felices? Son hombres y mujeres que fueron llamados por Dios a vivir su fe de una manera particular, ni mejor ni peor que las otras vocaciones, simplemente la suya.

Esta porción de la Iglesia de Jesucristo que camina, frágil y limitada, ha llevado el Evangelio a los lugares más recónditos de la humanidad, ha curado enfermos en los sitios más olvidados, ha sembrado esperanza en quienes lo daban todo por perdido, ha revolucionado la propia forma de ser de la Iglesia en momentos de crisis y desaliento, ha educado, formado, protegido, impulsado… y, en este mes, celebra su día, el día de la vida consagrada.

¿Quién no recuerda el religioso o la religiosa que le enseñó a dar los primeros pasos en la oración, el misionero que visitó su parroquia, la comunidad de hermanas o hermanos que acompañaban el colegio, las monjas que rezaban siempre o las que hacían de enfermeras para gente sin recursos…?

Hemos crecido en un “humus” religioso que se diluye cada día más y la presencia de religiosos y religiosas también se va aminorando. Somos menos y más ancianos, pero esto no quiere decir que seamos algo despreciable. Nuestra vida en comunidad, con sus luces y sombras, refleja todavía un intento valiente por hacer presente a Jesús en medio de su pueblo.

La castidad, vivida desde la entrega total, recuerda que es posible anticipar la forma de vida futura (Mt 22, 30) y vivir en plenitud, simplemente porque Dios quiere y lo hace posible. No es mérito, es don.

La obediencia nos hace entender la libertad y el poder de forma distinta, ofrecida al plan de Dios sobre los hombres. Es una promesa en la que afirmamos que se puede vivir de otro modo, que nuestras relaciones pueden ser sanadoras y que no buscamos la manipulación y dominio del otro.

La pobreza nos recuerda que es posible vivir con menos, que no estamos llamados a poner el corazón en los bienes, sino en los predilectos de Jesús y hacernos como ellos, “pobres”. Sobre todo, es una ofrenda silenciosa a nuestro mundo que cree que cuanto más se tiene se es más feliz, cuando en verdad, la felicidad, reside en necesitar poco y compartirlo todo.

Celebrar el Año de la Vida Consagrada o el día de la Vida Religiosa, es celebrar la gratuidad de Dios. Donde quiere y cuando quiere, es capaz de anunciar el milagro desde la vida sencilla y pecadora de hombres y mujeres, –que todavía sigue habiendo– que llamamos religiosos.