Al compás de la liturgia de esta Semana Santa he ido comprendiendo su significado: me parecía escuchar algo así como la melodía de la vida cristiana de los tres días: la melodía de la tristeza del Viernes Santo, de la desolación y soledad del Sábado Santo y, finalmente, el Alleluya de la Pascua. Pero no se trata de una mera secuencia ritual. Hay que cambiar el paradigma: ¡lo último es lo primero! ¡Es la explicación de todo! El Aleluya es “el cántico nuevo” y definitivo. Las “melodías tristes”… son lo previo.
“Melodía triste” de viernes y sábado “santos”
La vida humana -¡no lo podemos negar!- emite muchas veces una “melodía triste”: la melodía triste de las familias rotas, de las enfermedades que descubrimos y nos inquietan y hacen sufrir, de los problemas psicológicos que nos perturban, de las masacres civiles que produce el terror y la guerra, de las consecuencias de las calamidades naturales…. Sí: ¡esa es la melodía triste de la sociedad! Es la melodía de tantos “viernes santos”, de inmolación y de muerte.
Otras veces emite la melodía de la soledad, del individualismo, de la desorientación y desconcierto. Es la melodía de tantos “sábados santos”… Quienes lideran nuestros pueblos y comunidades escuchan con frecuencia “canciones tristes”; ¡y no solo en Europa, también en otros países donde la vida humana se ve tan amenazada y tan poco cuidada; donde no se acaba de arrancar hacia nuevos horizontes, que nos liberen.
Hay pequeñas luces que nos invitan a despertar: son esas incomprensibles y quedas “melodías de sábado santo”, que no logran todavía entusiasmarnos. ¿Llegaremos a cantar el “himno a la Alegría” de la vida consagrada, el Alelluya entusiasta?
Pues sí. Lo confesamos en el Credo: “¡Creemos en la resurreccción!”. Decirlo es fácil y forma parte de nuestra ritualidad. Creerlo, de forma concreta y existencial, no lo es. Nos acechan las mismas tentaciones que a los discípulos de Emaús, o a los Apóstoles cerrados en el cenáculo por miedo a los judíos. Porque no se trata de creer únicamente de la Resurrección en el último día, sino de creer en el acontecer de la Resurrección hoy. Por eso, preguntémonos: ¿Qué significa para nosotros creer en la Resurrección? ¿Tiene ello alguna influencia en nuestra forma de entender y vivir la vida cristiana? ¿Qué porvenir podemos esperar?
La resurrección lo transforma todo[1]:
“Todo ha cambiado
totalmente cambiado
una terrible belleza ha nacido”
(W.B. Yeats, Easter 1916).
En el misterio Pascual descubrimos, no que Dios y su Hijo Jesucristo están presentes en todo el mundo por el Espíritu, sino que el mundo está presente en la Trinidad. Y nosotros hemos entrado en escena. Somos actores y actrices de este drama divino-humano[2]. No es que Jesús resucitado “aparezca”. Lo que sucede es que descubrimos que estamos en Él y seremos como Él. No es que Dios venga al mundo; es que nuestro mundo está siendo atraído cada vez más hacia Dios y su Presencia nos inunda por todas partes. El agua viva que mana del Templo celestial nos está inundando, porque hemos sido trasladados al Reino de la Luz, de la Vida.
Nuestra finitud y limitación, nuestro pecado, están ya en proceso de transformación. Así se expresó simbólicamente en nuestro bautismo: ¡nacimos de nuevo!. El Espíritu -ahora en misión – continúa ese proceso hasta llevarlo a culminación[3].
Tendemos a explicar la vida a partir de nuestro “primer nacimiento” como criaturas -¡los cumpleaños!- o como cristianos -¡en el bautismo!-. Y nos olvidamos de explicarla a partir del “segundo nacimiento” que culminará, cuando después de la muerte, todos seamos resucitados “en el Resucitado”. Que no hemos sido nacido para morir, ni hemos sido bautizados para acabar en un funeral,, sino para renacer después de la muerte. ¡Qué bien lo entendió el gran teólogo y mártir Dietrich Bonhoeffer!: “el Dios de la creación, el Dios del comienzo absoluto, es el Dios de la Resurrección” .
Ha sido nefasta para la teología la separación entre creación y escatología. Ese paradigma nos ha partido la experiencia de la vida. Hay que proponer otro paradigma: ¡lo primero no es la Creación (como Agustín y Tomás de Aquino), ni siquiera la Encarnación (como Ireneo), sino, sobre todo, la Resurrección. Jesús es el primogénito de la Creación, el primogénito de entre los muertos.
“¿Dónde está muerte tu victoria?” (1 Cor 15,55).
La perspectiva de “la resurrección lo cambia todo”[4].
El Espíritu que nos hace nacer de nuevo[5], no nos saca de este mundo, no nos lleva de “aquí” a “allá[6], sino que inicia aquí la transformación final: “transformados por la renovación de vuestra mente” (Rom 12,12)[7].
Celebramos el día de nuestro nacimiento. Las instituciones y grupos celebran sus “otros nacimientos” como bodas de plata, de oro, de diamante… ; cincuentenarios, centenarios, milenios… Pero ¿celebramos también el “nacer de nuevo” que se realiza día a día y que llega a su culminación cuando el número de los elegidos se va completando? La humanidad no se deshace en la medida en que los habitantes del planeta van muriendo y completando su vida terrestre: ¡la resurrección lo transforma todo!
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[1] Cf. José Cristo Rey García Paredes, Cómplices del Espíritu: el nuevo paradigma de la Misión, Publicaciones Claretianas, Madrid 2015, p. 108.
[2] K. Barth, Introduction à la théologie évangelique, Genève, Labor et Fides, 1962, p. 62.
[3] “Os hago conocer un misterio (musth/rion): no todos moriremos, pero sí, todos seremos transformados, en un instante, en un abrir y cerrar de ojos, cuando suene la trompeta final” (1 Cor 15,51-52). ”Sicut enuim caro carnem procreat, ita quoque spiritus spiritum parit”, Tomás de Aquino, Catena Aurea, Expositio….
[4] Maurice Merleau-Ponty dijo: “l’incarnation change tout”[4]. Emmanuel Falque lo corrige diciendo: “la résurrection change tout”: Emmanuel Falque, Métamorphose de la finitude: Essai philosophique sur la naissance et la résurrection, Du Cerf, Paris 2004, p. 111.
[5] “Si el Espíritu de Aquel que ha resucitado a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquel que ha resucitado a Jesús de entre los muertos vivificará vuestros cuerpos mortales por el Espíritu que habita en vosotros (Rom 8,11).
[6] “Galileos, ¿qué hacéis mirando al cielo?” (Hec 1,11), dicen los ángeles.
[7] “No todos moriremos; todos seremos transformados” (1 cor 15,51).