Es decir, a nuestras imágenes y representaciones de Dios. Si la Iglesia quiere ser “experta en humanidad”, debe ser, simultáneamente, “experta en Dios”. ¡Un reto que nos desborda! Porque de Dios se ha dicho de todo y se ha dicho de nada. De Dios se habló siempre, por distintos vericuetos y simbologías varias. Y de Dios se calló siempre, especialmente cuando no interesaba demasiado. Pero la Iglesia debe asumir su ser de “sacramentum”, camino y vehículo de encuentro con el Dios de Jesucristo. La Iglesia de hoy y de siempre, tiene que emprender la reforma del lenguaje sobre Dios, la actualización del “cómo hablar de Dios” a cada hombre y cada mujer de cada época. Las palabras, los silogismos, las vías para “demostrar” su existencia, incluso algunas formulaciones de los Credos más fundantes de la Iglesia ya no son inteligibles, caen en el vacío, resbalan, o se repiten o se asumen con una inconciencia y una frivolidad que da que pensar.
Son muchos los que han abandonado la Iglesia porque antes abandonaron a Dios, o sea, a la imagen de Dios que la Iglesia les mostraba. Un dios que hay que escribir con minúsculas porque es un espantajo del Dios bíblico. El dios de la ira, la venganza, la violencia, el dios acaparador insaciable de nuestra autonomía, el dios de la muerte y no de la vida, el dios de los burgueses y los salones, el dios omnipotente que nos envía el mal, o lo tolera, que es lo mismo; el dios del castigo eterno por un pecado “original” del que no nos sentimos responsables; el dios que nos coarta la libertad, que obstaculiza nuestra felicidad, el dios para quien casi todo es pecado, el dios Idea, el dios “relojero, arquitecto universal”, el dios que exige víctimas propiciatorias para satisfacer su insaciable sed de venganza… ¡Y la retahila podría seguir, lamentablemente! Por eso Mardones escribió su último libro dedicado a “matar a nuestros dioses”, es decir, a nuestros ídolos, a los falsos dioses donde nos guarecemos ante el miedo, el peligro, la enfermedad o los sinsentidos. Hemos hecho un mal favor a Dios, lo hemos hipotecado, lo hemos extraditado de la vida humana, lo hemos convertido en un “intruso” en nuestra casa (P. Hünermann); alguno se ha visto forzado a decir que “Dios no es bueno” (Ch. Hitchens), o que “tardó milenios en hacerse bueno” (J.A. Martina), o, simplemente, “Dios está conociendo tiempos de silencio, la filosofía calla sobre él” (Fraijó). Pero, la Iglesia, nosotros los cristianos, ¿hablamos de Dios?, “¿por qué los cristianos hablamos tan poco de Dios entre nosotros, y tan poco entre nuestros amigos que no creen en él?”, se pregunta J.P. Jossua. Y es verdad: guardamos silencio sobre Dios, por vergüenza, por no ser ya “políticamente correcto”, por no encontrar eco, por no contar con interlocutores, por no saber cómo hacerlo, o tal vez, más grave aún, porque también para nosotros Dios está un tanto “fuera de nuestra casa”.
Nuestras imágenes y representaciones de Dios, manchadas por el polvo de los siglos, o por filosofías y teologías caducas, deben ser reformadas, actualizadas, “puestas al día”; de lo contrario resulta imposible mantener un mínimo diálogo “intra-religioso”, tan arduo tal vez -pero más descuidado, curosamente- que el diálogo entre religiones. La pregunta puede ser: “¿cómo hablar de Dios en un mundo que no quiere hablar de Dios, que no sabe hablar de Dios, que no puede hablar de Dios? ¿O “de qué Dios” hay que hablar al mundo de hoy?, o, tal vez, ¿hay que callar de Dios?”. Seguramente lo importante no es tanto saber si se cree en Dios sino “en qué Dios creemos”. La Iglesia, como presunta “experta en Dios”, contenido de su misión, tiene que adecuar su lenguaje a quienes, como Ortega, “no tienen buen oído para las cosas de Dios”… ¡o les hemos transmitido muy mal el auténtico icono del Dios de Jesucristo! (cfr. GS,19). Hay que emprender la reforma del lenguaje icónico sobre Dios que aparece en tantas oraciones del Misal Romano: pasar a categorías más existenciales: encuentro, paternidad/filiación, diálogo, compañía, Dios todoamoroso más que Dios todopoderoso, Dios “rico en misericordia y perdón” más que Dios Juez que nos espera sólo “al final del camino”. En definitiva, como decía el mártir D. Bonhoeffer: “hemos de vivir como hombres que logran vivir sin Dios”, “etsi Deus non daretur”… hablar de Dios sin pronunciar su Nombre, más bien mostrando su Rostro desde nuestra vida. Recordando a Elías: hablar de Dios no desde el huracán, el terremoto o el fuego, sino desde “un ruido de una brisa ligera” (cfr. 1 Re.19,12-13). Hablar de Dios callando de Dios, aprendiendo y enseñando el silencio elocuente del Dios kenótico y humilde, escondido y compañero discreto de nuestro a veces arduo caminar. Un Dios, dice Torres Queiruga, que “sólo sabe, sólo puede, sólo quiere, amar”.