El 11 de febrero, se conmemoraba la inauguración de un nuevo intento de reforma eclesial. Se hacía en un escenario sencillo, “normal”, sin previo aviso, casi sin periodistas, fuera de contexto, y en un latín ciceroniano. Proclamaba la apertura de la reforma un papa anciano, cansado, zaherido por múltiples flancos, un teólogo alemán que llegó a obispo de Roma: Joseph Ratzinger. La noticia dio la vuelta al mundo: después de 600 años (yo creo que, en realidad, por primera vez en la historia de la Iglesia) un papa renunciaba al ministerio petrino. Desde entonces han corrido ríos de tinta con todo tipo de interpretaciones, especialmente las que pretenden auscultar el corazón y la mente del viejo papa-teólogo. Es inútil: jamás conoceremos lo que experimentó Benedicto XVI al tomar meditadamente una decisión de tanta gravedad histórica y personal. Pero sí me gusta pensar que ese día se inauguraba una nueva y esperanzadora posibilidad de reforma de la Iglesia católica. ¿Lo sabía Benedicto? Posiblemente no. Pero su retirada ponía la primera piedra de lo que todos llaman “la reforma (o la “revolución”) de Francisco”.
¿Quién hace “las reformas” en la Iglesia? Ha habido intentos de reforma, más o menos logrados, realizados “desde arriba”, y otros, empujados “desde abajo”. No es momento ni lugar para analizar los frutos de tantas reformas paralizadas, abortadas, reconvertidas… Pero sí pienso, cada vez con mayor fuerza, que el Espíritu guía a su Iglesia y sopla en quienes quiere y cuando quiere. Ratzinger se dejó tocar por el Espíritu: el joven teólogo que ya en las primeras sesiones conciliares comenzó a dudar sobre los caminos que estaba tomando la Iglesia, que posteriormente asumió posturas de confrontación con determinadas maneras de interpretar el Vaticano II (cfr. “Informe sobre la fe”), y que al alimón con el papa Wojtyla es considerado un papa restaurador, se convierte, de repente, en el papa que abrió la puerta a una posible y renovada reforma eclesial.
La elección de Jorge Mario Bergoglio como obispo de Roma no deja de sorprenderme. Como me sigue dejando perplejo la elección de Angelo Roncalli, o del malogrado Albino Luciani. E incluso la de Karol Wojtyla. Todas han sido elecciones inesperadas, sorprendentes, “ex-temporáneas”. ¿Conocían bien al arzobispo de Buenos Aires los cardenales que hace un año dilucidaban -en un clima un tanto crispado cargado de perplejidad- quién podía asumir la grave situación de la Iglesia católica tras la histórica renuncia del papa Ratzinger? ¿O les salió a algunos el tiro por la culata? ¿Era “ese” papa el que querían? No me encaja esta elección con la mentalidad mayoritaria de los cardenales nombrados todos por Juan Pablo II y Benedicto XVI. Algo me chirría. Humanamente no me parece lógico. Pero no fue “una mano negra” la que llevó a cabo el nombramiento, sino “una paloma blanca”. Se me puede acusar de “espiritualismo desencarnado”, pero mi fe en la presencia del Espíritu Santo en su Iglesia se me incrementó notablemente la tarde noche en que la trémula voz del cardenal Tauran pronunciaba malamente aquel: “Marius Georgius card. Bergoglio”. Y llovieron sobre la Iglesia y sobre todo el mundo mediático la sorpresa, las cábalas, los enigmas, las elucubraciones, las apuestas, y sobre todo, los sustos. Muchos sustos para muchos. Muchos cambios de ruta. Muchas tortícolis en dirección contraria a la habitual: cuellos que después de tres o cuatro décadas tenían que mirar hacia el rincón contrario. Demasiada periferia y mucho des-centramiento. Benedicto inició, ¿lo sabía? un nuevo intento de renovación eclesial. Francisco se empeña en llevarla a cabo ¿lo sabía el centenar largo de purpurados que lo eligió? ¿O sólo lo sabía “la blanca paloma”?