(Tolentino de Mendonça). ¿Alguna vez nos hemos preguntado por qué fue Magdalena el primer testigo de la resurrección? La respuesta más obvia es porque fue la primera en ir a velar el sepulcro, inconsolable con la muerte de su Señor. De hecho, ese rito de piedad que es el llanto por los muertos, es muy frecuente en la historia a las mujeres. Ejercitan con coraje el acto de compadecerse de los demás y de permanecer al lado de las víctimas. Pero hay quizá otra razón. Cuando María Magdalena encontró a Jesús, ella vivía atormentada, perdida, sin horizonte alguno. Estaba viva, pero apagada y muerta por dentro. En el encuentro con el Maestro esta mujer descubrió con asombro lo que la vida, su vida, podría ser. Por eso, María Magdalena, «la apóstol de los apóstoles» como el papa Francisco la hizo llamar, también nos recuerda que aquellos que estuvieron como muertos son los que más temprano se dan cuenta de la irrupción de la vida nueva en Jesús. Son los desesperados, los infelices, los buscadores los que se abandonan completamente a los pies de Jesús, los primeros que intuyen la fuerza de su Resurrección. Por eso, no tengamos, miedo de nuestra fragilidad, de nuestra pobreza, imperfección e inacabamiento. Cristo resucitado está preparado para rehacer nuestro cuerpo postrado y herido. Él vino a buscar y salvar lo que estaba perdido.
La mayor verdad que estamos llamados a creer es esta: la resurrección de Jesús. Es la más grande e increíble de las pretensiones cristianas. Hay en la historia un Hombre que resucitó y que Dios constituyó como principio de un nuevo destino para toda la humanidad. De hecho, Aquel que contemplamos en la cruz está vivo y camina ahora por delante de los suyos. Aquel que vimos aplastado por el sufrimiento, testimonia un amor capaz de vencer la muerte. Aquel que vimos cómo lo depositaban en el sepulcro dejó vacío su sepulcro. Esta es la noticia que nuestro corazón esperaba como ninguna otra. Esta es la mañana inaugural, el primer día de nuestra recreación en Cristo. En la Resurrección de Cristo es toda la vida, todo el cosmos el que se amplía e ilumina.
Recuerdo una entrevista al antiguo arzobispo de París, Cardenal Jean-Marie Lustiger. La periodista le preguntó cuál era la palabra más bella en francés. Y él respondió inmediatamente: la palabra «aleluya». Aleluya es la más bella palabra en hebreo, en francés, en español y en todas las lenguas, porque es aquella que saluda el triunfo del Cristo de Dios.