LA PEDAGOGÍA DE LA COMUNIÓN O EL ARTE DE DAR VIDA

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Los humanos tenemos dificultad para contemplar el misterio. Al Papa le gusta repetir que adorar es adorar, sin decir al «Adorado» cómo tiene que ser. Es, lo sabemos bien, la raíz profunda de la fe donde, frecuentemente, te encuentras en una profunda soledad que, por otro lado, sabes que has de asumir.

La vida en común es una praxis de adoración. Una convivencia con el misterio. No se reduce a pactos humanos para hacer fácil o llevadera la vida, sino una vinculación que, exclusivamente desde la fe, se expresa y radicaliza en las relaciones humanas. Por eso es imposible creer sin compartir y por eso, también, es increíble la «buena relación con Dios» si ésta no tiene paralelismo con la relación con los demás.

La vida comunitaria sin fe, amén de absurda, no conduce a ninguna experiencia de felicidad, sino a una multiplicada insatisfacción. Los vínculos humanos que pueden y deben nacer desde una confesión de fe, cuando esta no existe, son solo ejercicios de equilibrio para sortear posibles zanjas y no caer. Y todos tenemos experiencia que un camino lleno de piedras y baches no suele permitir que la vista se eleve para contemplar la incuestionable belleza del paisaje.

Me parecen necesarias estas digresiones porque frecuentemente analizamos la vida comunitaria de forma ramplona, por la vía directa, como si todo consistiese en un juego o ejercicio de convivencia entre «buenos y malos». Me temo que no es así. El problema o crisis de nuestro tiempo –acaba de hablar el papa Francisco con fuerza sobre ella–es de fe. Y la vida comunitaria que adquiere sentido desde ella, o se reconvierte y reconduce o desaparece.

Cuando escribo estas líneas está a punto de nacer Jesús en un año especialmente desconcertante. Los que habitábamos en las regiones de seguridad y sol del mundo estamos también bajo la terrible sombra de la pandemia. Por fin, desgraciadamente, todos pobres y desvalidos. Todos unidos bajo una causa no buscada de la que seguramente no saldremos ni unidos, ni a la vez, aunque esperamos salir. Esta realidad de autoprotección ha afectado grandemente a las comunidades. Ha desvelado una fragilidad inmensa y ha reafirmado algunos valores que siendo muy personales, se han hecho fuertes. Este dato que en sí no es ni bueno ni malo, sin embargo ha permitido comprobar que hay cosas que ayer eran importantes y hoy han dejado de serlo. No lo hemos dicho, ni lo hemos firmado, pero las vidas de los consagrados lo manifiestan con libertad y espontaneidad.

Es verdad que es muy difícil medir qué significa vivir en comunión. Qué hay de verdad en lo que decimos compartir y cómo nos aceptamos. Cada quien procura ser fiel y, estoy seguro, intenta –en conciencia– ganar en objetividad, equidad, mesura, sinceridad y entrega. Nos hemos quedado, sin embargo, sin «ritos que lo expresen». Ha desaparecido una ritualidad que antes hablaba de comunidad y sus ritmos porque ahora solo sirve aquello que «integro, me vale o sirve para mi propósito». Quiero repetir que no es malo, ni es bueno, pero no analizarlo, verbalizarlo y exponerlo es, cuando menos peligroso.

Más antes que ahora, me gustaba leer la historia pequeña de mi congregación y de otras. También bajo el signo de este tiempo, ahora prefiero la historia común que acerca y universaliza. Pero aquellas historias de antaño, con retórica casi idéntica, recurrían a la expresión de unidad entendida como presencia. «Toda la comunidad». «a la hora acordada» «con emoción contenida y solemnidad»… Están desvelando unos ritos de encuentro y participación que no solo han dejado de ser importantes… han dejado de servir o existir. No ha desaparecido el sentido religioso de la pertenencia, pero no hemos sido capaces de diseñar un «nosotros» contemporáneo, real e integrador. Somos una red de eremitas convivientes, con servicios comunes atendidos, pero con corazones distantes sin saber –cuando lo pensamos– cuándo y cómo emprenderán el viaje de vuelta a la comunidad de discípulos o discípulas.

Quedan algunas formas que en sí no son malas, pero están vacías. Hacemos, pero quizá es por no preguntarnos el por qué. No hay ni encuentros vinculantes, ni obligatorios ni imprescindibles… y no debe haberlos, pero lo cierto es que hay cierta sensación de una desintegración de vidas y afectos. Una desintegración de la misión.

Adorar es un ejercicio de fe limpio, sin retórica ni análisis. Admirar el misterio sin preguntarle por qué no es más claro, se desvela mejor o utiliza un lenguaje más adecuado. Adorar es entrar en el corazón de aquello que creemos y no perdernos en el artificial modo de evaluar y devaluar todo, cuando lo pasamos por el rasero de la crítica, la ironía o la mordacidad.

Quien se encuentra cerca del maestro busca la cercanía de los hermanos que han conocido al Señor. Quien solo busca a aquel o aquella que lo complementa, escucha, aplaude o sigue la corriente, no ha descubierto que la fe desencadena un nuevo modo de relación. No ha gustado aquel principio de la vida consagrada de siempre que es crear y testificar nueva humanidad. Necesitamos invocar al Niño que nace y pedirle ese gesto de humanidad misterioso y mágico que nos enseñe a dar la propia vida. Pero no como imposición, sacrificio o costumbre, hemos de aprender a dar la vida con arte que es lo que crea comunión.