Jesús ve a una viuda con hijo muerto, su único hijo, como tiempo después lo verá su propia madre a él mismo como guiñapo en la cruz. Y Jesús, con es lástima hermosa tan suya, lástima que es amor y no mero paternalismo, le dice a la viuda. «No llores». Y la viuda ya no tiene casi capacidad de sufrimiento. Ya se le fue todo y ahora su propio hijo, ese regalo único que también era protección y hogar, sabor a esperanza y futuro, está metido en una caja de madera fría con el manto helado de la muerte que lo ya lo llevó hacia el lugar del silencio.
Ese «no llores» le parece lejano e imposible, le parece una broma, pero también le enciende ese pequeño rescoldo de creer que la vida no tiene que ser siempre tan dura, que lo que decían algunos profetas de un banquete para todos, de una agua y leche gratis, de unos esqueletos que se vuelven carne y aliento, puede ser verdad.
Y Jesús toca el ataúd y los que lo llevan se paran porque ese hijo ya no puede pertenecer a la esfera de la vida, porque ya le han cortado la trama, porque está en el otro lado del que nadie vuelve… Se paran porque no pueden dar crédito a que un vivo toque a un muerto. Y el vivo que es la Vida le ordena al chico que se levante, que vuelva al sitio de las incertidumbres y de la belleza, al sitio de los panes y el trabajo. Y el muchacho recupera la capacidad de la palabra, la primera que puso nombre a los animales en el tiempo lejano de la creación, y relata alegre que se puede vencer, que no es la última palabra la de esa extraña compañera fría e inmisericorde.
Y Jesús se lo entrega a su madre y vuelven a ser carne de su carne. Y adelanta esa otra entrega, también para nosotros: «Madre ahí tienes a tu hijo. Ahí tienes a tu madre».
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