LA «ÍNSULA BARATARIA» ES PREOCUPANTE

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Recuerdo, desde los años de la adolescencia, cómo me costó dar el salto desde la belleza de la película «Hermano Sol, Hermana Luna» de Zeffirelli, a las veredas reales de la vida. Cómo en la película me resultaban agradable las sombras, la humedad y hasta la suciedad. Era cuestión de una producción estética que conseguía transportarme de una realidad durísima a una propuesta, ciertamente, emocionante. Probablemente efecto de una cultura de hace años y de una estética, también de hace años.

Me doy cuenta, sin embargo, que las cosas no han cambiado mucho. Al menos no demasiado. Estamos embelesados y emocionados reconociendo cómo desde Roma nos viene un aliento nuevo y fresco. No se nos proponen los pobres como añadido, ni como coletilla de un discurso, sino desde la centralidad de la identidad y misión de quien se dice cristiano. Es el lugar teológico de esta era, es el principio de acción y el criterio para una correcta y centrada espiritualidad. Desde ahí hemos reconstruido nuestra puesta en escena. Vuelve a adquirir rótulo luminoso en nuestras instituciones una opción descarada por los pobres. Nunca ha dejado de estarlo, pero es bien cierto que estamos en un continuo recordarnos que no solo es así, sino que debe ser así.

A partir de la integración de ese presupuesto y la siembra efectiva de cada palabra que nos propone Francisco, nos vamos rellenando de salidas a la periferia, hospitales de campaña, descartes, primereos e integraciones… Hasta convertir discursos y celebraciones en una siembra estética de opción por los pobres. Lo cual, efectivamente es un logro, al menos terminológico.

Pero hay algo preocupante y es que se percibe, al menos a mí me ocurre, que ese vuelco y vuelta a la realidad más nuestra, los pobres, es un tanto estética. Escucho, veo y vivo mucha opción por los pobres sin pobres; leo muchos textos sobre los pobres desde ámbitos no pobres. Hay un descarte social que también, paulatina y decididamente, vamos haciendo quienes hablamos de los débiles con afán parenético, sin incidencia en la vida. Nuestras visiones, programas y proyectos no son pobres; nuestros presupuestos económicos tampoco, nuestra cultura y posibilidades académicas; nuestros estilos de vida, con sus áreas de descanso y trabajo, ¡qué quieren que les diga…! Son, en el mejor de los casos, responsables, acordes con la programación de gente que piensa en un mañana, pero para sí mismos.

Hay un punto de la pobreza social que vincula con la providencia e intemperie de la que no queremos oír hablar, porque es insegura, incierta, inestable y dolorosa. El no saber qué va a pasar, ni cómo saldremos adelante o cómo será el próximo día que tiene solo dos horizontes, el suelo y el cielo, resulta a quien tiene organizada su agenda, tan desconcertante y misterioso, que sencillamente se evita y se trata como argumento teórico de la reflexión. Para que se quede ahí, en la reflexión que, paradójicamente, cuando está bien argumentada se torna en un principio de riqueza.

En conjunto todos los agentes de evangelización estamos haciendo un ejercicio interesante de conversión hacia la palabra pobre. Al menos sabemos que no se puede hacer referencia real de Cristo y su Iglesia si no se pasa por quien padece carencias. La pregunta, ahora, es si nos hemos desplazado algún centímetro, o hemos cambiado nuestra previsión, o hemos abierto la «tienda» de nuestras referencias y amistades. La pregunta es si no hemos confundido la periferia con el lugar utópico del que nos gusta hablar, reflexionar, congregar y hacernos fotos. La pregunta inquietante es si no estaremos gastando un principio de acción transformadora como es desplazar nuestro centro de vida, en un socorrido argumento autorreferencial que nos dé tranquilidad, seguridad y aceptación social. A los pastores, religiosos y laicos nos sobran muchos «saraos» espirituales, muchas páginas, twteets y retweets, mucha foto y publicidad, para contar que hacemos y optamos por los pobres, y falta silencio y construcción íntima en la verdad de una vida pobre y, por ello, espiritual. Sencillamente la cadena de auto-publicidad hacia una periferia soñada e inexistente, en la que no se llega a habitar, se convierte en elemento valioso para la imaginación, publicación y tertulia. Algo cansino y peligra que, si seguimos estirándolo, se quede en una «Ínsula Barataria»… Una construcción literaria que, agotada, ni levanta el ánimo ni el compromiso.