Después de la noche de Reyes (mejor de Magos) y en este día, día lluvioso y ventoso en este rincón de Galicia, sigo mirando al cielo… Ahora solo veo nubes negras, literalmente, pero sé que detrás de ellas hay un universo casi incomensurable. Y en la oscuridad de la noche descubro millones de estrellas, a pesar de la contaminación lumínica. Sé que algunas de ellas desaparecieron hace millones de años, pero su luz sigue llegando a nosotros generosa y viva.
Una de esas estrellas fue la condujo a los tres Magos por los caminos de sus vidas buscando algo indeterminado pero hermoso. Luz entre luces, punto casi milimétrico visto desde aquí, pero con un poder enorme: el poder de movilizar la existencia hacia algo (o alguien) distinto a nosotros mismos.
Y mirando a mi alrededor descubro que nos faltan estrellas que nos saquen de la monotonía de las seguridades y de los planes preconcebidos cuasi-empresariales en los que nos movemos. En la Iglesia puede que ya hayamos bajado los ojos hacia el suelo y que nos cueste elevar la vista más allá de nuestras huellas («que bonitas son estas pisadas, que bonito lo que hacemos… y cuenta, mira cuántos somos»).
La ventaja de las estrellas es que no pertenecen a nadie, simplemente señalan caminos inexplorados o poco transitados. Son pequeñas vistas desde aquí, pero con su luz navegan libres, por eso el Principito no entendía cómo el contador de estrellas las podía tener en propiedad. Las estrellas son sueños. La de los Magos (una para todos, comunidad) llenó y cambió sus vidas. Las nuestras siguen brillando en algún lugar, allá arriba, esperando a que las elijamos y las sigamos, sin seguridades, pero soñando, siempre soñando. Las estrellas son sueños y los sueños evangelio y el evangelio… Y el evangelio es el sueño de Dios, su estrella. Por ahí arriba tiene que estar, seguro.
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