EL ESPÍRITU ES EL PROTAGONISTA
Afirmar esto significa leer toda la realidad de la vida consagrada a la luz de la espiritualidad. Se trata, pues, de comprender, a la luz de la espiritualidad, la misión, la vida fraterna, la formación, las estructuras de gobierno, la relación con los laicos.
Cuando se habla de espiritualidad, se hace referencia, obviamente, al Espíritu, y, cuando se habla en la Biblia de Espíritu, se habla de soplo y de viento, se hace referencia a una realidad vital que es fecundación y nacimiento. Por tanto, pararse a reflexionar sobre la espiritualidad de la vida consagrada significa entrar en su mismo corazón y encontrar en él las huellas de las actuaciones del Espíritu, en sus orígenes y a lo largo de su historia. Con otras palabras, es hablar de su esencia, de su más profundo significado.
El Espíritu es el verdadero protagonista, que sigue realizando “cosas grandes” en nuestra frágil humanidad. El Espíritu abre el corazón del hombre al encuentro con el Señor que le llama, le consagra y le confía una misión.
La llamada a seguir a Jesús exige renuncias radicales, que conllevan la superación de las más radicales inclinaciones de la naturaleza; por ello se comprende la necesidad de una presencia y de una actividad absolutamente especial del Espíritu de Jesús. El consagrado, superando la fragilidad de la propia carne, está llamado a hacer transparente la presencia del Reino y a demostrar” “ante todos los hombres la soberana grandeza del poder de Cristo glorioso y la potencia infinita del Espíritu Santo, que obra maravillas en la Iglesia.”(LG 44c), así como a convertirse en un ámbito donde el Espíritu Santo actúe – y se le deje actuar – con la más absoluta libertad.
LLAMADOS A UNA ESPIRITUALIDAD DE COMUNIÓN
El fin último de la vida consagrada es realizar en plenitud el misterio de comunión al que el consagrado está llamado, cuyo camino ha trazado Jesús. La Constitución Lumen Gentium ha subrayado explícitamente la llamada universal a la santidad de todos los cristianos en la radicalidad del Evangelio, en el cumplimiento del mandamiento del amor y en el seguimiento de Jesús.
Pero todo esto no excluye lo que el mismo Evangelio presenta, o sea, la posibilidad de un seguimiento particular, diferente del que se le pi-de a todo cristiano, seguimiento que se concreta en la profesión de los consejos evangélicos y en la incorporación a una nueva forma de vida.
“Jesús le dijo a Simón: No temas, de ahora en adelante serás pescador de hombres. Ellos atracaron las barcas a la orilla y, abandonándolo todo, lo siguieron“(Lc 5,10-11). “Después Jesús salió y vio a un publicano llamado Leví, que es-taba sentado junto a la mesa de recaudación de impuestos, y le dijo: «Sígueme. Él, dejándolo todo, se levantó y lo siguió. “(Lc 5,27-28).
A cada uno se le concede un carisma diverso, que no se contrapone de los demás, sino que, dentro de una eclesiología de comunión, se complemente con ellos. Cristo “no sólo ha conferido el honor del sacerdocio real a todo su pueblo santo, sino también, con amor de hermano, ha elegido a hombres de este pueblo, para que, por la imposición de las manos, participen de su sagrada misión“ (PDV 15).
De la misma manera, el carisma de la vida con-sagrada no se contrapone a ninguna otra vocación, sino que la completa mediante la radicalidad del seguimiento y el nuevo estado de vida en el que el religioso se encuentra incorporado. Los consagrados, en primer lugar, están llamados a vivir en comunión con Dios. Un “primer” que expresa una prioridad y no una temporalidad, ya que la vida del consagrado halla sentido y significado solamente a partir de esta comunión íntima y personal.
SEGUIMIENTO RADICAL DE CRISTO
La llamada de Dios y la respuesta del hombre constituyen una alianza de amor, una verdadera consagración que se realiza, antes que en ningún otro y de manera perfecta y definitiva, en el Hijo: efectivamente, Cristo es el ungido, el consagrado por excelencia, el enviado por el Padre.
Este misterio de alianza, que depende total-mente de Cristo, se realiza en la Iglesia, pueblo elegido y consagrado por Dios para ser signo de salvación para el mundo entero. Cristo hace de la Iglesia un instrumento visible de su amor, y consagra a sus miembros en su nombre. Todo miembro del pueblo de Dios es hecho partícipe de la consagración de Cristo y de la Iglesia a través de los sacramentos de la iniciación cristiana, que imprimen en él un carácter indeleble, o sea, una consagración definitiva.
La consagración derivada de la profesión de los consejos evangélicos se sitúa en el contexto y como actuación del seguimiento radical de Cristo, que es objeto de una llamada particular que, a su vez, conlleva un don particular que hace capaz de dar una respuesta. La consagración es el acto con el cual Cristo casto, pobre y obediente, a través de la acción de su Espíritu y la mediación de la Iglesia, configura a sí, de manera particular, al fiel que le responde.
Pablo VI, hablando del don de la virginidad, había subrayado que “ella alcanza, transforma y penetra el ser humano hasta lo más íntimo mediante una misteriosa semejanza con Cristo“ (ET 13). Es el Espíritu “quien forma y plasma el ánimo de los llamados, configurándolos a Cristo casto, pobre y obediente, y moviéndolos a acoger como propia su misión“ (VC 19).
Esto quiere decir que los dinamismos fundamentales del sujeto son asumidos y orienta-dos hacia los bienes del Reino. Por tanto, vivir la consagración religiosa no es sino vivir el particular seguimiento, participando a la misma consagración de Cristo. Él es el consagrado por excelencia, y así, corren parejas la configuración con Él y la consagración (cf. VC 31).
“MÁS PLENAMENTE”
La consagración religiosa es una actualización de la dimensión real, sacerdotal, profética que la consagración bautismal imprime en toda existencia cristiana. En virtud de la “nueva y especial” consagración, se hace a la persona capaz de revivir en sí la dimensión subjetiva del sacerdocio de Cristo, que no solamente ofrece un sacrificio, sino que se ofrece a sí mismo en sacrificio.
Al mismo tiempo, se le hace capaz de ejercer de manera singular su función real, a través de la superación y el dominio sobre las inclinaciones naturales. En particular, ejerce la función profética, precisamente porque representa en su vida el modo de vida del Señor (cf. VC 21-22).
Podemos añadir, con el Concilio (PC 5), que la consagración religiosa, frente a las demás vocaciones cristianas, “expresa más plenamente” las virtualidades de la consagración bautismal, ya que las pone en acto y las extiende a todas las dimensiones de la vida.
La consagración propia de la profesión de los consejos evangélicos mediante el voto de castidad, pobreza y obediencia y el compromiso a vivir en comunidad, abarca todas las dimensiones de la vida, que se convierte en propiedad del Señor, configuración con Él y disposición a acoger el proyecto de salvación.
Los consagrados han de vivir esta comunión en todos los niveles de su existencia cotidiana: entre ellos, en las comunidades locales, en comunión con toda la Iglesia y con los hermanos y hermanas del mundo, para la construcción de una nueva cultura.
TESTIGOS
Cristo, a través de su actividad apostólica, nos ha manifestado cómo es Dios, un Dios misericordioso y solidario con el hombre. La vi-da consagrada, como configuración con Cristo, participa de su consagración y de su misión.
Para el consagrado, ser misionero no es simplemente una opción, sino, por el contrario, un imperativo que nace de su misma configuración con Cristo. Tener “la mirada fija en el rostro del Señor no atenúa en el apóstol el compromiso por el hombre; más bien lo potencia, capacitándole para incidir mejor en la historia y liberarla de todo lo que la desfigura.” (VC 75).
“La búsqueda de la belleza divina mueve a las personas consagradas a velar por la imagen divina deformada en los rostros de tantos hermanos y hermanas, rostros desfigurados por el hambre, rostros desilusionados por promesas políticas; rostros humillados de quien ve des-preciada su propia cultura; rostros aterroriza-dos por la violencia diaria e indiscriminada; rostros angustiados de menores; rostros de mujeres ofendidas y humilladas; rostros cansados de emigrantes que no encuentran digna acogida; rostros de ancianos sin las mínimas condiciones para una vida digna” (Ib.).
De la configuración con la persona de Cristo, fruto de la consagración, deriva la plena participación en la obra de Cristo mediante la misión. La vida consagrada se define, efectiva-mente, por la relación con Dios en Jesucristo, del cual brota el amor al hombre. “«El amor de Cristo nos apremia» (2 Co 5, 14): los miembros de cada Instituto deberían repetir estas palabras con el Apóstol, por ser tarea de la vida consagrada el trabajar en todo el mundo para consolidar y difundir el Reino de Cristo, llevando el anuncio del Evangelio a todas partes, hasta las regiones más lejanas“ (VC 78).
El consagrado es capaz de amar con el mismo amor de Dios en la medida en que se dona y se deja aferrar por Él. Así se convierte en testigo, como Cristo lo ha sido del Padre. Se podría decir que el fin y el contenido de la misión de Cristo es precisamente el testimonio. Cristo es mandado para ser testigo del Padre, de su voluntad y de su designio de amor redentor. Cristo se presenta en el mundo como el testigo del ágape del Padre.
TOTALMENTE DE DIOS Y DE LOS HERMANOS
Igual que Cristo, también los apóstoles son enviados sobre todo para ser testigos. De la misma manera, el consagrado no puede ni debe separar su misión de su testimonio. Solamente así su servicio caritativo no será solamente correcto a nivel profesional y participado a nivel humano, sino que será signo, manifestación, profecía del amor de Dios, que no sólo está al origen de todo amor, sino que es también su fin, como cumplimiento de la vocación a la que Dios llama.
“La aportación específica que los consagra-dos y consagradas ofrecen a la evangelización está, ante todo, en el testimonio de una vida totalmente entregada a Dios y a los herma-nos“(VC 76ª). “Quien ama a Dios, Padre de todos, ama necesariamente a sus semejantes, en los que reconoce otros tantos hermanos y hermanas”(VC 77). El don a Dios y a los hermanos mediante la práctica de los consejos evangélicos, permite a la vida consagrada cumplir su misión de signo permanente, de comunión plena, a la que la Iglesia está llamada en favor de toda la humanidad. Se trata de un testimonio profético, porque despierta la atención hacia lo invisible, accesible solamente mediante la fe.
El profetismo de la vida consagrada, funda-do sobre los dones de la castidad, pobreza y obediencia, asumidos por amor de Cristo, es el servicio específico que ella presta a la Iglesia y al mundo. “El profetismo nace de la experiencia de Dios y de su designio frente a las circunstancias históricas de la vida” (Sínodo de los Obispos sobre la Vida Consagrada, Propositiones, n. 39).
“Toda palabra y todo gesto profético nacen del diálogo de amistad con Dios, que lleva al conocimiento de su voluntad y al discernimiento de espíritus”. No podía faltar, además, la referencia a una doctrina que ya es tradicional, o sea, que “el apostolado de todos los religiosos es, en primer lugar, la misma vida consagrada” (Ib.).
“La verdadera profecía nace de Dios, de la amistad con Él, de la escucha atenta de su Pa-labra en los muchas circunstancias de la historia. El profeta siente arder en el corazón la pasión par la santidad de Dios y, después, haber acogido de ello en el diálogo, del ruego la palabra, la proclama con la vida, con los labios y con los gestos, haciéndose portavoz de Dios contra el mal y el pecado”, (VC 85).
PROFECÍA DE LA MISERICORDIA
La vida consagrada se convertirá en “lugar” de fe vivida, y por tanto será capaz de acoger los retos del mundo, en la medida en que sepa des-cubrir nuevamente y vivir su propia identidad en la consagración, o sea, en esa relación de alianza y pertenencia a Dios en Cristo y en el Espíritu.
Solamente partiendo de su configuración con Cristo sabrá el consagrado dar a su seguimiento el rostro misericordioso de Dios, solamente dejándose vencer por su amor sabrá cultivar la esperanza y se convertirá en lugar de refugio para quien tiene el corazón herido.
El consagrado, dejando todo para entrar en la vida de Cristo, para seguirlo y para ser ab-sorbido totalmente por Él, ofrece a sus herma-nos el primer y fundamental servicio, el más radical y creíble anuncio de la primacía de Dios en la vida del hombre. Así han vivido los Apóstoles, que, siguiendo a Cristo, han dejado todas las cosas para anunciar la Buena Noticia, compartiendo su vida y su misión.
De la misma manera, también el consagra-do ha encontrado a Cristo, que le ha llamado a seguirlo para estar con Él y ser su testigo; cuan-do el corazón se llena de Dios, cuando la mira-da está purificada por su amor, es posible amar y servir como Dios ama y sirve.
PERFUME DE BETANIA
Escribe el P. Cabra: “Como conclusión de la Exhortación Apostólica aparece el espléndido icono de la unción de Betania. Es una elocuente ilustración de la misión de la Vida Consagra-da, que debe estar, ante todo, entregada plenamente a la persona de Jesús, con un amor único e incontenible, amor que procede de la comprensión del misterio de su persona divina, de su amor que se entrega hasta el final”.
He aquí la consagración, que quisiera ser una imitación del “derroche” de la propia vida a ejemplo del Señor. De ese derroche se difunde el perfume por toda la casa: la comunidad de los cercanos y la muchedumbre de los lejanos, a ve-ces sin que lo deseen, son alcanzadas por este perfume. La consagración, el derroche de una vida, se convierte en misión, porque la entrega a Cristo expande el “buen olor de Cristo” por toda la casa. ¿Es posible expresar mejor la fuerza misionera de la consagración? n