Y seguimos con números. Hoy se trata de dividir para obtener ganancias. Es verdad que no son de tipo económico, de euros o dólares o divisas similares. Sino de otro orden. Es la llamada teoría del decrecimiento, tan de moda, pero llevada al extremo de la gratuidad.
El rico del Evangelio no quiso desprenderse de lo que tenía, aunque cumplía a rajatabla los mandamientos. Un gran cumplidor. Pero cuando Jesús, con ternura, le propone que venda todo lo que tiene, que se lo dé a los pobres y que lo siga, la cosa cambia.
Desprendernos de lo que tenemos es un poco romper con lo que somos o, más bien, con lo que aparentamos. Soy mi coche, mi casa, mi trabajo, mi hipoteca (desgraciadamente)… Y Jesús, que no es tonto, no le hace esa proposición a uno que carece de todo lo material (que es el caso de muchos hoy) sino que se la hace a ese hombre de buena voluntad que quería ser generoso o que, quizás, quiere que lo reafirme en su compromiso de cumplidor: soy bueno.
La meta no es vender todo y dárselo a los que menos tienen, aunque eso ya es un paso de titanes. El fin es seguir a Jesús. Y esta perícopa siempre se aplicó a la vida religiosa, pero no es solo para este estado de vida. Es, en principio, para todos. Y esos «todos» nos escandalizamos como los discípulos: «Eso no puede ser posible». Y recaneamos ingenuamente con nuestras vidas diciendo que lo que tenemos lo ganamos o que todo es necesario o que ya doy bastante a los demás o que ya soy bueno, yo ya cumplo.
Pero Jesús sigue insistiendo, está a la puerta y llama. Y sabe que para los seres humanos es imposible pero que para Dios nada hay imposible. Y sigue renovando una y otra vez su confianza en nosotros («Sígueme«), aún sabiendo que lo más seguro es que sigamos empeñando el ser en el tener tan apetecible.
Pero cuando nos desprendemos de algo nos damos cuenta que se multiplica. Que lo que dividimos con los demás crece, invenciblemente, de manera exponencial: casas, padres, madres, esposas, tierras… Otra vez las matemáticas de Dios que no son las nuestras.