Durante el tiempo más álgido de la «cuarentena» hubo quien pasó tensión por ofrecer de manera enfervorizada y, con prisa, un «acompañamiento» al momento que se vivía. Fue expresión de un «inusitado fervor pastoral» pero, como tantas veces, también se hizo realidad el principio primero de todo acompañamiento y es que «solo acompaña quien está acompañado». Y las largas noches de esta temporada me permitieron escuchar y ver en las redes unas cuantas propuestas y celebraciones de personajes sin respaldo alguno de acompañamiento. Autodidactas del momento. Solitarios actores intrépidos en escenas que no manejan. Proyecciones de miedos propios, visiones parciales, corolarios a la Palabra que nada tenían que ver con ella… Todo ello, eso sí, inundado de buena intención.
La primera lección de este desescalamiento es que solo se acompaña desde la vida. Por eso lo importante ahora no es «decir cosas» sino pensarlas, mirarnos por dentro para percibir con hondura cómo ésta situación nos ha tocado las entrañas. Cuando hablas de Jesús camino, adquiere una fuerza enorme, si es el camino de tu vida; resulta absolutamente hueco cuando es una frase hecha. Cuando la propuesta no es vida, es cuento. Y esta experiencia tan terrible de dolor de nuestro pueblo necesita vidas que tengan algo que decir, propuestas de salida, escucha de la verdad, nunca cuentos que adormezcan la dureza. Se suelen sostener los graves principios con aquellos autores de la Patrología que nos han dejado una finísima acogida de la Palabra. Me van a permitir que, en este caso, me apoye en Rozalén, cantautora comprometida de nuestro tiempo. Recientemente afirmaba en FSForum que está en búsqueda interior porque si uno quiere ofrecer algo a los demás debe partir del cuidado de sí mismo. Pues así de claro. Este tiempo, antes de lanzarnos, a cuidar el cuidador para que nuestras vidas de consagrados, tengan algo que decir y no salgamos «a la vida» con el carrete de lo sabido, sin haber leído la realidad con entrañas de misericordia.
La segunda lección de esta desescalada es que nuestra suerte es la misma que la de nuestros contemporáneos. Lo digo porque estamos ya albergando la prisa de poner en orden el curso, salvar algunas convocatorias… Sin darnos cuenta de que ha cambiado el escenario, el terreno de juego que para nosotros es el terreno de misión y nuestra razón de ser. Hay hermanos y hermanas muy nerviosos porque no saben qué va a pasar con el capítulo programado, la reunión, la comisión, el curso o los destinos previstos. Me van a perdonar el atrevimiento, pero también ahí nos juega una mala pasada el covid-19. Definitivamente no lo hemos entendido. La lección positiva del contagio que es habernos hecho humanidad que espera, nos la hemos saltado. Es la lectura desde el microscopio, la historia pequeña, el localismo que está incapacitado para descubrir la visión global de la humanidad trans-covid. Hace tiempo que estamos padeciendo el haber pensado que lo nuestro era otra cosa y nuestras posibilidades también. La realidad, clamorosamente, pide una conversión a la normalidad de la vida. Cuidar lo que hay que cuidar, priorizar lo que es importante y relativizar y relativizarnos en nuestros cargos y oficios que no tienen incidencia en la calidad de vida. Hay valores emergentes y antiguos que necesariamente hemos de integrar en los votos: austeridad, ecología, naturalidad, frugalidad, horizontalidad, sinceridad, cercanía, consuelo, escucha, ancianos, incertidumbre, silencio, tiempo lento, proximidad… Ahora, excepcionalmente todos nos hemos convertido en personajes raros, con poco contacto y mucho tiempo para cada uno. Es evidente que una vida consagrada que quiera significar en la sociedad emergente, lo primero que ha de desterrar son las rarezas… Aunque creamos que las sostiene la historia —siempre fuerte— lo cierto es que, en unos meses, la historia se ha resquebrajado.
La tercera lección de la desescalada es la necesidad de identificar la celebración con la vida y con la fe. Hay demasiados descontentos porque no se pueden celebrar misas. Hay muchos profetas y profetisas que reducen todo a la misa celebrada con público y número… cuanto más mejor. Si hay algo que ha quedado meridianamente claro es la madurez del «santo pueblo fiel». Ha mantenido la fe sin el soporte tan evidente como es la comunión. Ha crecido el cristiano y la cristiana que ha deseado vivir a Cristo y ha superado así, con amor regalado a los demás, una carencia fundamental. También ahora los hay con prisa. Algunos esperan con disimulado entusiasmo que las autoridades hablen de la no conveniencia para sentirse mártires, perseguidos o santos… A algunos habría que preguntarles con Lope de Vega: «Qué interés se te sigue Jesús mío…» para que nos desvelen tan insólita pasión. Quizá la terrible pedagogía del coronavirus nos hable ahora de valorar la celebración, el encuentro y la Eucaristía como envío de Misión. Quizá nos pregunte a todos por la verdad de nuestras motivaciones. Quizá se imponga otra forma de organizarnos y vivir la comunitariedad de los ministerios. Seguro que empezamos a intuir que celebrar no puede reducirse a consumir; que el valor no está en el número sino en la comunidad de fe. Seguro que ahora que tantos anónimos han convertido la estrechez de su casa, llena de ruidos, en lugar de súplica y encuentro con Jesús Resucitado, no caemos en la tentación de ofrecer liturgias complejas, imposibles e incomprensibles. Porque una cosa es clara, juntos nos estamos jugando la vida y si algo no responde a la vida, deja de tener sentido.
Me ha salido una desescalada un poco extensa. Quizá porque lo que está por venir es inédito. Por favor, no intentemos llenarlo con recetas viejas. Salgamos a la vida, desescalemos sin prisa, con admiración, dejándonos enseñar, acogiendo los signos que anuncian evangelio. Descubramos la humanidad y hagámonos, con nuestros contemporáneos, constructores de otra humanidad, diferente, aleccionada y pobre. Esa es la pista de desescalada para la vida consagrada que puede tener porvenir. Viene un tiempo con vida para los consagrados que se comprometan… a escuchar.