LA DESEABLE SOBRIEDAD DE LA LEY

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Moderación en los preceptos y búsqueda de la libertad de los hijos de Dios

[Pedro Aliaga Asensio,Trinitario (Roma)]. Hace algún tiempo, se dio la curiosa circunstancia de que, sobre mi escritorio, se encontraran dos libros en vecindad. Uno, el texto jurídico de referencia para una comunidad de reciente fundación, cuyos dos fundadores habían sido alejados de su instituto, tras sentencia en que habían sido hallados culpables de graves abusos de poder. La constitución –redactada por dichos fundadores– tiene algo menos de 500 páginas. Junto a este volumen, se hallaba otro del siglo XVII, una famosa colección de reglas religiosas del Primer Milenio, que edita 23 textos legislativos, desde la Regla de san Antonio abad hasta la “Regla de los solitarios”, pasando por textos tan importantes como las reglas de san Basilio y de san Benito. Se trata del “Codex Regularum” de Lukas Holste (Lucas Holstenius), publicado en Roma en 1661, con 600 páginas. Mirando las parecidas dimensiones de ambos volúmenes, un pensamiento venía a la cabeza: la parquedad de la ley en los Padres de la vida religiosa del primer milenio cristiano, especialmente evidente ante el exceso de los contemporáneos fundadores depuestos.

No es una anécdota. También en la Edad Media los fundadores manifiestan una evidente sobriedad al legislar para sus hijos. Bien conocida es la original resistencia de san Francisco de Asís a dar leyes para su fraternidad. Cuando, al final de su vida, redacte el Testamento, en que lee e interpreta su experiencia para que sirva a sus hermanos menores, recordando los orígenes de la primitiva fraternidad, dirá que sus leyes tienen dos características: “pocas palabras” y muy sencillas. «Y después que el Señor me dio hermanos, nadie me mostraba qué debía hacer, sino que el mismo Altísimo me reveló que debía vivir según la forma del santo Evangelio. Y yo lo hice escribir en pocas palabras y sencillamente, y el señor papa me lo confirmó1».

Santo Tomás de Aquino enseña en la Suma Teológica a toda la Iglesia que los preceptos añadidos al Evangelio deben exigirse con moderación. Ponía el ejemplo del mismo Cristo y de los Apóstoles, que dieron pocos preceptos. Y asegura que la Iglesia debe seguir ese principio “para no hacer pesada la vida de los fieles”, porque en caso contrario “se convertiría nuestra religión en una esclavitud” (Suma Teológica I, II, q. 107, a.4). Santo Tomás sigue la doctrina de san Agustín, que en una de sus “Cartas a Jenaro” pide moderación en los preceptos de la Iglesia, y explica que los preceptos de los hombres «abruman con cargas serviles la misma religión, que la misericordia de Dios proclamó libre con solo unos pocos y manifiestos sacramentos rituales2».

El papa Francisco ha recogido estas enseñanzas de la Tradición viva de la Iglesia, llamando tanto a la moderación como denunciando una cierta “obsesión por la ley”. Este principio aparece, con varios matices, por ejemplo en las Exhortaciones Apostólicas: Amoris Laetitia, 304, y Gaudete et Exsultate, 57-59. Quizás el texto más explícito sea el número 59 de Gaudete et Exultate, que retoma explícitamente la citada doctrina de santo Tomás, y explica: «Sin darnos cuenta, por pensar que todo depende del esfuerzo humano encauzado por normas y estructuras eclesiales, complicamos el Evangelio y nos volvemos esclavos de un esquema que deja pocos resquicios para que la gracia actúe».

Hace unas décadas, el patriarca Atenágoras clamaba –en sintonía de fondo con lo que hoy denuncia el Papa– contra un cristianismo como “religión de la ley y de la autocomplacencia”. Afirmaba la necesidad de libertad, que no puede ser entendida como “comodidad para la Iglesia”. Más bien, siguiendo a los Padres –y muy especialmente a san Juan Crisóstomo– Atenágoras decía claramente que la libertad “es el contenido del mensaje de la Iglesia”.

Una consecuencia de esta doctrina, de meridiana importancia en su aplicación para la vida religiosa (y que puede ser buen criterio para medir lo evangélico de un precepto, especialmente en la formación) es lo que el citado Patriarca de Constantinopla explicaba, recogiendo lo mejor de la tradición monástica oriental: «Un padre espiritual no forma nunca a “su propio” hijo espiritual, sino que engendra un hijo de Dios, adulto y libre».

Para quien quisiera profundizar más en el origen de esta idea, precisa que la religión es el sentimiento, no de la dependencia, sino de la independencia del hombre. «Si Dios no existe, el hombre depende completamente de la naturaleza y de la sociedad. Pero si Dios existe, el hombre es un ser espiritualmente independiente y su actitud ante Dios está determinada por su libertad, no por su dependencia».

Atenágoras soñaba una Iglesia que no fuera una nueva sinagoga «que multiplica los preceptos y decreta lo lícito y lo ilícito», sino una Iglesia que lleva una exhortación evangélica, que anuncia un Dios que se hace nuestro amigo, de forma que la confianza sustituya a la angustia y que seamos capaces de expresar –desde el corazón– un poco de amor verdadero3.

Olegario González de Cardedal ha sintetizado admirablemente las tres posibles degradaciones de la religión: ritualismo, magia y legalismo. Frente a la actitud legalista, el creyente tiene que recordar que, de la santidad y del amor de Dios nacen el orden de la moralidad y de la justicia; ahora bien, el cristiano es aquel que, «tras haber cumplido toda la ley, se sigue reconociendo y confesando pecador. Tras haber hecho todo lo que le fue mandado, sigue invocando la benevolencia y el amor de Dios4». Es el cumplimiento de la ley moderado por la palabra de Jesús: «Cuando hayáis hecho todo lo que se os mandó, decid: No somos más que unos pobres criados, hemos hecho lo que teníamos que hacer» (Lucas 17,10).

En suma: Moderación en los preceptos y búsqueda de la libertad de los hijos de Dios, según el Evangelio de la Gracia, son criterios evangélicos de fondo, necesarios para ordenar la fraternidad evangélica en la Iglesia, como lo muestra excelentemente la tradición de los Padres de la vida consagrada.

 

1San francisco de Asís, Escritos. Biografías. Documentos de la época. Ed. de J. A. Guerra (Madrid, BAC, 22011) 145-146.

2 San agustín, Ad inquisitiones Januarii (=Epistola 55, 19), en Obras. VIII. Cartas. Ed. de L. Cilleruelo (Madrid, BAC, 1951) 361.

3 O. Clement, Dialogues avec le Patriarche Athénagoras (Paris, Fayard, 1969). Cito la reciente edición italiana, hecha por A. Riccardi, publicada con el título “Umanesimo spirituale. Dialoghi tra Oriente e Occidente” (Cinisello Balsamo, Edizioni San Paolo, 2013) 120, 177, 274, 312, 331.

4 O. González de Cardedal, Raíz de la esperanza (Salamanca, Sígueme, 21996) 140.