LA CULPA

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«Abrumados por el peso de nuestras culpas…» es una de las expresiones que encontramos en algunas «oraciones colecta» del Misal Romano. Y en los días cuaresmales que ya van cediendo paso a la Pascua, el «sentimiento malsano de la culpa» puede incrementarse, especialmente el Viernes Santo. «No estés eternamente enojado…» cantaremos sin quizás caer en la cuenta de lo que estamos diciendo. El sentimiento malsano, enfermizo, patológico incluso, del sentimiento de culpa ha estado -y está- muy presente, excesivamente presente en el «ideario cristiano». Algún autor señala que este sentimiento tóxico es consecuencia de un largo proceso de «culpabilización» realizado por la Iglesia durante siglos como nefasto pretexto para mantener la docilidad y sumisión, el miedo en definitiva, de los bautizados, especialmente de los más sencillos y menos reflexivos.. El pecado, con una presencia a veces ominosa, casi insostenible psicológicamente, en las conciencias de algunos cristianos sigue siendo una lamentable realidad. 

La culpa no es en sí misma algo «negativo», es un reconocimiento racional y consciente de algún hecho que no debimos cometer, guiados por una ética «común» o por una moral religiosa determinada… o, también, de algo «positivo» que hemos obviado… «los pecados de omisión»… ¡que tan pocas veces reconocemos o de los que tan poca conciencia de responsabilidad tenemos!  Pero cuando una culpa que responde a una realidad consciente y dañina, «pecaminosa», se convierte en un tormento, en una mancha indeleble, en una imputación sin perdón ni salida, en una lacra psicológica que nos abruma, nos machaca, nos aplasta… entonces estamos en camino de vivir una vida culpabilizada, enfermiza, neurotizante. 

Nuestra liturgia debería revisar su terminología al respecto… no es cierto que vivamos «abrumados por el peso de nuestras culpas», que nos sintamos «imputados eternamente por un llamado pecado original», que nos hayan hecho sentirnos culpables de la muerte de Cristo en la cruz, por ejemplo; que seamos una especie de legión de monstruos pecadores que iremos a un presunto infierno por decir palabrotas o por no ser «fieles y obedientes» cristianos… Si así fuese, ¿dónde quedaría la salvación de Cristo, la redención, la liberación total de nuestras faltas previo arrepentimiento y «dolor de corazón»? ¿No existe «borrón y cuenta nueva» después de recibir el sacramento del perdón o, simplemente, experimentar interiormente la responsabilidad culposa ante hechos de cuya negatividad somos conscientes? ¿Dónde quedan la gracia, la bondad del Dios Padre y misericordioso, del sufrimiento redentor de Jesús en la cruz? Los cristianos, que no rechazamos ni negamos la realidad humana de la culpa (personal y/o colectiva) creemos en la reconciliación y el perdón absolutos de Dios siempre que exista arrepentimiento por nuestra parte. Los sentimientos tóxicos de culpabilidad o de culpa eterna sin posibilidad de perdón, ese sentirnos «abrumados y machacados sine die por el peso de nuestros pecados», sencillamente, no es evangélico; no tiene nada que ver con Jesús: «tu fe te ha salvado, anda, vete y no peques más».