Una de las intuiciones geniales de los primeros cistercienses fue la de concebir la comunidad monástica como una iglesia doméstica, como una ‘escuela de caridad’. En ella aprendemos el arte de amar. Y esto puede hacerse extensible a cualquier otro carisma y forma de vida en comunidad. Somos relación, es decir, que estamos hechos para la relación con Dios, con los demás y con nosotros mismos, y es relacionándonos como aprendemos a amarnos.
Las relaciones fraternas comunitarias son tan importantes que, a través de la calidad de nuestra fraternidad, se verifica o no la calidad de nuestra sincera búsqueda de Dios. Es decir, las relaciones fraternas son garantía que avala si la búsqueda de Dios es auténtica o no; y viceversa. Todos somos discípulos en esta ‘escuela de la caridad’. Venimos a ella para aprender a amar a Dios, a amar a los hermanos y a amarnos a nosotros mismos. Nos sentimos hombres ignorantes, heridos por el desamor, que anhelamos retornar a nuestra verdad, a la semejanza perdida.
La vida comunitaria no tiene ningún sentido de no ser convocada por Jesús y vivida desde Él. Hemos sido reunidos en el nombre del Señor personas distintas, de edades diversas, formación diferente, etc. No nos hemos buscado unos a otros por razón de simpatías o afinidades. Nos reúne y aglutina un único ideal: la búsqueda del rostro del Dios vivo manifestado en Jesús de Nazaret en sus diversas facetas. Por eso, solamente podemos aprender a amarnos, en esta ‘escuela de la caridad’, en la medida en que cada uno está unido a Cristo Jesús y esté anclado en la experiencia, personal y comunitaria, de la entrañable misericordia de Dios. Solamente si profundizamos en el conocimiento amoroso y cordial de Dios, podemos entender la renuncia al propio proyecto comunitario en favor de un proyecto común.
“Existe entre los hermanos una unidad y concordia tales que cada cosa parece de todos y todas ellas de cada uno. Y lo que me agrada de un modo especial es que no hay acepción de personas y para nada se atiende al linaje; solo la necesidad engendra la diversidad, solo la debilidad motiva las diferencias. Pues lo que hacen todos en común es distribuido a cada uno, no siguiendo los dictados de un afecto carnal o de un particular amor, sino atendiendo a la necesidad de cada cual” (San Elredo de Rieval).
Ser capaz de estar solo es la condición indispensable que garantiza una calidad en nuestra vida comunitaria y en nuestra comunicación, como se apuntaba en el retiro mensual de enero. Cuando aprendo a habitar conmigo mismo y mientras comienza a sanarse mi memoria enferma, aprendo también a habitar con los demás, siendo, sin ni siquiera pretenderlo, un agente evangelizador y trasformador de la realidad, un “místico de ojos abiertos”.
Communio amoris – Amor communionis
La comunicación tiene el poder de crear puentes. Es hermoso ver personas que se afanan en elegir con cuidado las palabras y los gestos para superar las incomprensiones, curar la memoria herida y construir paz y armonía. Las palabras pueden construir puentes entre las personas, las familias, los grupos sociales y los pueblos. Invito a las personas de buena voluntad a descubrir el poder de la misericordia de sanar las relaciones dañadas y de volver a llevar paz y armonía a las familias y a las comunidades. Todos sabemos en qué modo las viejas heridas y los resentimientos que arrastramos pueden atrapar a las personas e impedirles comunicarse y reconciliarse (cf. Papa Francisco).
Balduino de Ford, autor cisterciense de la primera hornada, en su tratado De vita coenobitica seu communi, sobre la vida comunitaria, habla de que tanto ‘la comunión de amor’ como ‘el amor de comunión’ son esenciales, y ambos tienen que convivir juntos para que haya una auténtica caridad cristiana.
Lo primero que nos sugiere la communio amoris es la comunión de bienes no solo materiales, sino también humanos y espirituales. No solo compartimos aquello que es más externo a nosotros, sino que, fundamentalmente, es uno mismo en cuanto tal, el que se comparte. La comunión de bienes no la forman solo nuestros bienes, sino cada persona con su propia vida, con todas sus dimensiones y potencialidades puestas en juego y arriesgadas en esta aventura del compartir. Nuestras comunidades están estructuradas para tener las cosas en común, pero a lo mejor nos encontramos con pocos medios institucionales para poner en comunión nuestra riqueza humana, espiritual, afectiva, etc. Es decir, que mientras lo primero está implícito y se da por supuesto, lo segundo aún no lo vemos demasiado claro, y mucho menos aún hemos encontrado los medios adecuados para desarrollarlo. Está en gran parte por construir y ello nos invita a ejercer nuestra creatividad.
La comunión que verdaderamente nos produce una honda satisfacción, que nos alimenta, que nos hace crecer y desarrollarnos integralmente, es la comunicación de lo que somos, y no de lo que deberíamos ser. Ojalá que no perdemos tantas oportunidades que se nos ofrecen para vibrar con el hermano, para expresar los sentimientos, de aprovechar los momentos de debilidad para sentirnos acogidos, de acercarnos con amor sincero al que está triste o de escuchar las ilusiones y el entusiasmo de quien está radiante de alegría.
Si rascamos mínimamente en el pellejo que nos cubre, no es difícil encontrar a muy poca profundidad uno de los fantasmas que más tememos: la vulnerabilidad. Somos seres vulnerables. Todos somos vulnerables. Ignorarlo puede proporcionarnos una aparente seguridad, que a la larga no es tal y que, además nos oculta el tesoro más precioso que poseemos. Es un tesoro que nos produce un miedo enorme pues produce la sensación de estar a la intemperie, desprotegidos ante los otros que se nos presentan como una amenaza. Por eso hacemos lo indecible para esconderla, protegerla, y podemos pasarnos la vida presentando una cara almidonada, sin brecha alguna.
La vulnerabilidad tiene que estar presente para que el amor sea verdadero, pues el auténtico amor tiene que ser misericordioso, ya que tarde o temprano va a toparse con el ‘míster Hyde’ del otro. Hyde habita más o menos oculto en cada ser humano. Es la parte rechazada de uno mismo. Todo aquello que creíamos que nos hacía no aceptados, no agradables lo fuimos reprimiendo. Míster Hyde es ‘el otro yo’ que no quiero ver, que me oculto incluso a mí mismo, pero que me complica la vida porque, aunque olvidado, está operativo y obra sin pedirme permiso.
“El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde”, es una novela escrita por Robert Louis Stevenson y publicada por primera vez en inglés en 1886 que trata de un abogado, Gabriel John Utterson, que investiga la extraña relación entre su viejo amigo, el Dr. Henry Jekyll, y el misántropo Edward Hyde. Jekyll es un científico que crea una poción o bebida que tiene la cualidad de separar la parte más humana del lado más maléfico de una persona. Cuando Jekyll bebe esta mezcla se convierte en Edward Hyde, un criminal capaz de cualquier atrocidad. Según se cuenta en la novela, en nosotros siempre están el bien y el mal juntos, por eso Hyde, símbolo de todo lo perverso resulta repugnante a todo aquel que lo ve. La tierra en la que se asienta todo ello es nuestra vulnerabilidad que, inconscientemente, mantenemos escondida en los sótanos de nuestro ser por un miedo profundo e irracional a ser heridos –o más heridos aún– y que es caldo de cultivo de sapos, leones y dragones. Nuestra vulnerabilidad está. Somos supervivientes, mendigos de amor, estamos enfermos de amor, de ser amados incondicionalmente en nuestra vulnerabilidad. Somos como niños aterrorizados que hemos tenido que hipotecar nuestra vida a la ‘máscara’ a cambio de poder subsistir. Precisamente aquí se encuentra la raíz de nuestra desemejanza, de nuestro pecado, en que la vulnerabilidad para poder sobrevivir ha dado ‘culto a otros dioses’. Al Dios verdadero se le da culto en espíritu y en verdad, es decir, desnudos en vulnerabilidad.
Pero, ¿cómo reconciliarnos amorosamente con nuestra vulnerabilidad? Si queremos aprender a entendernos a nosotros mismos, debemos aprender a abrirnos a todas nuestras reacciones emocionales y a aceptarlas. Nuestras emociones son la clave para entendernos, por ello necesitamos aprender a escuchar nuestros sentimientos y emociones si queremos crecer como personas. Hay una creencia básica en la que debería confiar absolutamente para comprenderme a mí mismo mediante la comprensión de mis emociones, y es la siguiente: “solamente yo puedo causar o ser responsable de mis emociones”. Pero lo cierto es que nos sentimos mejor atribuyendo nuestras emociones a otras personas. Si acepto que los otros solo pueden ‘estimular’ emociones ya presentes en mí de forma latente, entonces cualquier experiencia que produzca esas emociones será una experiencia de aprendizaje. Las personas realmente adultas se relacionan con sus emociones de una manera positiva y ya no se permiten el fácil recurso de juzgar y condenar a los demás. Serán personas que podrán crecer a medida que estén cada vez más en contacto consigo mismas.
En el mundo de ‘nuestras tripas’ reside la savia vital de la cual se alimenta la comunidad viva de Jesús; cierto que sin ella podemos vivir en comunidad sin necesidad de estar en comunión de personas, sin llegar a hablar de nosotros y de lo nuestro, y sin tener que ser un verdadero cuerpo, pero a cambio de tener que vivir a oscuras cuando podríamos disfrutar del sol de mediodía.
La communio amoris, la ‘comunión de amor’ de la que acabamos de hablar, necesita del amor communionis, ‘amor de comunión’ y viceversa. Pero podemos preguntarnos, ¿qué amor tiene que darse para que sea posible la comunión, el encuentro? No hay ninguna palabra en el lenguaje que se haya prostituido más que la palabra amor. Hoy en día el término amor se ha convertido en un eufemismo, lo cual requiere, antes de hablar de amor, saber a qué nos referimos. Se trataría de un amor que no es el ‘te quiero porque te necesito’ de las personas dependientes (Erich Fromm), ni tampoco responde a la conclusión del ‘porque no te necesito entonces te quiero’ que tranquiliza la conciencia de los antidependientes, sino más bien el ‘te necesito porque te quiero’ (Erich Fromm), al que reconocemos como el amor con auténtica solera.
Amor de aceptación
Todo ser humano desea que le valoren. Una de las más hondas necesidades del corazón humano es la de ser apreciado. Y no es que todos queramos que los demás nos tengan por seres maravillosos. A lo mejor esto resulta ser la pura verdad, pero no es lo fundamental. Podríamos decir también que toda persona quiere ser amada, pero eso también resulta algo ambiguo, pues se da tanta variedad en los tipos de amor como en las especies de flores. Para algunos, el amor es, ante todo, apasionado; para otros, es más bien romántico; otros, en fin, lo consideran como meramente sexual. Pero existe un amor mucho más profundo, que podemos llamar ‘amor de aceptación’. Toda ser humano ansía vivamente que los demás le acepten y que le acepten verdaderamente por lo que él es. Nada hay en la vida humana que tenga efectos duraderos y tan fatales como la experiencia de no ser aceptado plenamente. Cuando no se me acepta, algo queda roto dentro de mí. Un bebé no recibido con agrado está arruinado desde las
raíces mismas de su ser. Un estudiante no aceptado por su profesor no llegará nunca a aprender. Una persona no aceptada por sus colegas de trabajo padecerá de úlceras y hará la vida imposible a los de su hogar. La historia de muchos presidiarios demuestra que la experiencia de no haberse sentido aceptados constituyó el motivo principal de sus extravíos. De igual manera, en la vida consagrada, cuando una persona no se siente aceptada en su comunidad, no puede ser feliz. Una vida sin aceptación es una vida en la que deja de satisfacerse una de las necesidades humanas más primordiales.
Ser aceptado quiere decir que las personas con quienes vivo me hacen sentir que realmente valgo y soy digno de respeto. Son felices porque yo soy quien soy. Ser aceptado significa que me permiten ser como soy y que, aunque es verdad que todos tenemos que desarrollarnos, no me obligan a ello a la fuerza. ¡No tengo, pues, que pasar por alguien que no soy! Y tampoco me tienen fichado por lo que he sido en el pasado o por lo que ahora soy. Por el contrario, me dejan campo libre para desplegar mi personalidad, para enmendar mis errores pasados y progresar. En cierto sentido podemos decir que la aceptación constituye un descubrimiento.
Toda persona nace con un gran número de potencialidades, pero si éstas no son estimuladas por el toque caluroso de la aceptación de los demás, permanecerán dormidas para siempre. La aceptación, pues, libera todo lo que hay dentro de mí. Solo cuando soy amado, en ese sentido profundo de la plena aceptación, puedo llegar a ser realmente yo mismo. El amor y la aceptación por los demás hacen posible que yo llegue a ser esa persona verdaderamente única e
inédita que estoy llamado a ser. Cuando se estima a alguien por lo que hace, no se le trata como a un ser único, porque siempre habrá otro que pueda hacer su mismo trabajo o incluso hacerlo mejor. Pero cuando uno es amado por lo que es, solo entonces se convierte en una persona única e insustituible. Queda claro, por consiguiente, que necesito de la aceptación de los demás para alcanzar la plenitud de mi personalidad. Cuando no soy aceptado, no soy nadie. No puedo alcanzar mi plenitud. Un hombre que es aceptado es un hombre feliz porque ha sido ‘descubierto’ y podrá desarrollarse.
Aceptar a otro no quiere decir que tenga que aceptar sus defectos, ni tratar de encubrirlos. Tampoco significa que todo lo que él haga sea ‘genial’ o ‘perfectamente hecho’. Todo lo contrario. Al negar los defectos de una persona estoy demostrando justamente que no la acepto. Todavía no he llegado a la profundidad de su persona. Sólo cuando acepto a alguien totalmente y sin reservas puedo hacer frente a sus defectos. De manera negativa podemos decir que aceptar a una persona significa no darle nunca motivos para que se sienta poca cosa. No esperar nada de alguien es como matarlo o hacerlo estéril. Ya no puede hacer nada. El hombre que no es aceptado hará lo que sea para obtener caricias, para obtener aceptaciones.
El amor del encuentro
A la relación lograda la llamamos encuentro. El amor del encuentro es un amor gratuito, pero penetrado de esa dosis de interés y necesidad por el otro que propicia la reciprocidad, y nos hermana en un destino y en una vulnerabilidad común. En la escuela de la caridad se aprende que todo encuentro es un regalo que se nos da gratuitamente en el aprendizaje del arte de la relación. Todo encuentro nos cambia. En el encuentro con una persona descubrimos quiénes somos realmente y nos ponemos en contacto con nuestro verdadero ser. Martin Buber en su obra Yo y tú, pone en el tú el punto de partida del encuentro de uno mismo. Lo expresa de esta manera: “yo me convierto en tú. Haciéndome yo, digo tú. Toda vida auténtica es encuentro”.
“Era un discípulo honesto. Moraba en su corazón el afán de perfeccionamiento. Un anochecer, cuando las chicharras quebraban el silencio de la tarde, acudió a la modesta casa del maestro y llamó a la puerta.
– ¿Quién es? –preguntó el maestro.
– Soy yo, respetado maestro. He venido para que me proporciones instrucción espiritual.
– No estás lo suficientemente maduro
–replicó el maestro sin abrir la puerta–. Retírate un año a una cueva y medita. Medita sin descanso. Luego, regresa y te daré instrucción. Al principio el discípulo se desanimó, pero era un verdadero buscador, de esos que no ceden en su empeño y rastrean la verdad aun a riesgo de su vida. Así que obedeció al maestro.
Buscó una cueva en la falda de la montaña y durante un año se sumió en meditación profunda. Aprendió a estar consigo mismo; se ejercitó en el Ser.
Sobrevinieron las lluvias. Por ellas supo el discípulo que había transcurrido un año desde que llegara a la cueva. Abandonó la misma y se puso en marcha hacia la casa del maestro. Llamó a la puerta.
– ¿Quién es? –preguntó el maestro.
– Soy tú –repuso el discípulo.
– Si es así –dijo el maestro–, entra. No había lugar en esta casa para dos yoes”.
De un encuentro se sale distinto de como se ha entrado. La mirada afectuosa del otro me cambia. Me pone en contacto con mi propio afecto, con el amor que con bastante frecuencia duerme escondido en mí y espera ser despertado por una persona querida. La bella durmiente necesita al príncipe que le despierte del sueño con su beso. En el fondo es siempre una transformación amorosa. Necesitamos la mirada amorosa, el encuentro sin prejuicios para descubrir y levantar el tesoro que hay en nosotros; descubro mi yo precisamente en el tú. El encuentro con el tú me permite reconocer el misterio más profundo de mí mismo. Y este encuentro consigue que mi individualidad salga claramente del caos de los distintos pensamientos y sentimientos, del desorden de los roles y de las máscaras, y crezca cada vez más su verdadera figura, su rostro original.
Los encuentros son puntuales, se realizan siempre en cortos espacios de tiempo. Por el contrario, la relación entre las personas refleja una situación duradera. Muchos son los que se pierden a sí mismos en la relación con otros. Le dan al otro tanto poder sobre ellos que ya no son ellos mismos. Resultan determinados por la opinión del otro, por sus expectativas y sus pretensiones. O bien, sucumben a los mecanismos de proyección, que frecuentemente tienen lugar en las relaciones. Acaban inmovilizados por las proyecciones de otros. El cambio de mentalidad de una persona no está acabado si no cambia el universo de sus relaciones.
La transformación producida en el encuentro repercute en las relaciones. Podemos observar cómo la transformación de la persona en una relación, cambia esa misma relación. Ambas están estrechamente relacionadas entre sí. Mi proceso de convertirme en persona cambia mis relaciones y el cambio de la relación repercute en el proceso de mi maduración y crecimiento.
Quien experimenta la transformación del Encuentro con Jesús el Cristo, no se ‘preocupará’ excesivamente por el trabajo de la evangelización, sencillamente se ‘ocupará’ espontáneamente porque la misión brotará de la Fuente Interior con la que ha entrado en contacto. Gozará de una libertad interior que se comunica como por ósmosis, de tal manera que el anuncio de la Buena Noticia fluirá suavemente por sí sola de la Fuente Interior. Su trabajo será fecundo.
Si en los proyectos y tareas que tengo entre manos solo hay discordia, agresividad, intranquilidad, o si se convierten en un activismo vacío, repitiendo continuamente lo mismo, será señal de endurecimiento y de que desconozco lo que es el Encuentro. Pero si con mi trabajo cambia algo a mí alrededor, si son posibles nuevas relaciones de comunidad, alegría por el proyecto común, ideas nuevas para abordar algo, entonces se pone de manifiesto la transformación de uno mismo.
Sería fantástico poder sentirse simplemente un ser humano, experimentar cada día la maravillosa sorpresa de mirarse al espejo y no ver más que un hombre, amante de los hermanos, de todo lo humano, de la creación, de este bellísimo planeta, pequeñito en medio del inmenso cosmos, sensible y vulnerable a la alegría, al sufrimiento y al dolor, cercano y lejano, de tantos prójimos, entusiasmado con la vida como oportunidad que se concede para crecer en humanidad, en sensibilidad y en comunión con todos y con todo.
Cuestiones para la reflexión y para compartir:
1.- Ser “contemplativos en la relación”. ¿Qué te sugiere esta frase?
2.- “La vulnerabilidad tiene que estar presente para que el amor sea verdadero”. Medita en esta frase y comparte con los hermanos.
3.- “Solamente yo puedo causar o ser responsable de mis emociones”.
Reflexiona sobre ello.
4.- ¿Qué te sugiere el amor de aceptación? Medita en ello.
5.- ¿Escondes algo en el armario? ¿Tienes trato con tu señor Hyde?
6.- Analiza tus relaciones a la luz de las frases: “te quiero porque te necesito” y “te necesito porque te quiero”.
7.- ¿Tienes experiencia de lo que es un ‘encuentro’? Comenta libremente.