El evangelio de hoy es un cuadro vivo de lo que significa el dicho: «las comparaciones son odiosas».
Jesús descubre con su mirada profunda aquello que está oculto para la mayoría de nosotros. Las sutilezas que marcan la diferencia, también en el corazón de Dios.
Dos personas que realizan una acción exterior en un lugar común, el Templo. Dos personas que, a primera vista, no tienen nada de especial.
Entre la multitud el Nazareno logra una descripción de eternidad en medio de lo irrelevante.
El justo y el pecador. Estereotipos que hoy siguen vigentes entre nosotros pero que se hacen añicos con unas frases.
La conclusión: uno sale justificado (en el perdón) a los ojos de Dios y el otro no, porque no necesita a Dios, se basta consigo mismo.
Uno pide menesteroso. El otro se exhibe desplegando sus galas morales en contra de los demás. Y, lo que es más grave, queriendo ser portavoz de la voluntad de Dios, de su querer.
Y el Padre, que ve en lo escondido, nos regala la belleza de volver a entendernos como seres necesitados, como hermanos y no como competidores que arrojen comparaciones odiosas de pretendida superioridad… De esto hoy estamos también muy necesitados.