jueves, 25 abril, 2024

La casa de Tirúa

Hace ya años, los jesuitas chilenos iniciaron una nueva misión en tierra mapuche, al sur del país, en un pueblo llamado Tirúa, que significa “lugar de encuentro”. Al principio, vivían en una sala adjunta a la capilla, desde la que visitaban a las comunidades, dialogando, aprendiendo, ganando confianza y cercanía. Hasta que cierto día, un lonko del lugar, Don Teo (lonko significa ‘cabeza’, jefe de familia) les ofreció vivir en su misma tierra.

El terreno ofrecido era amplio, verde, precioso, con una colina desde la que se divisaba la infinitud del Océano Pacífico. Agradecidos, entusiastas y gozosos, los jesuitas se pusieron a planear su casa. Ya imaginaban el ventanal mirando al mar, con un acogedor y sencillo porche en el que tomar mate para charlar y descansar contemplando el horizonte.

Pero era un error. En lo alto de la colina el viento es demasiado fuerte, el frío excesivo y la casa queda aislada. Una vez más, los vecinos tuvieron que corregir la ingenuidad y el idealismo de los jesuitas. Las casas mapuches no miran al mar sino al sendero, con la puerta de entrada fácilmente reconocible para quien viene de visita o necesita ayuda. Y así se construyó también la casa de los jesuitas de Tirúa.

Más allá de la anécdota, este ejemplo puede iluminar nuestra realidad y estimularnos a vivir más evangélicamente. Primero, ¿entendemos la vida comunitaria como el ‘descanso del guerrero’? ¿nos aísla del compromiso apostólico, sea mirando el mar, encendiendo la tv o navegando por internet? ¿o es, más bien, la vida comunitaria un verdadero “hogar y taller” donde compartir experiencias, avivar sueños, estimular compromisos, practicar la hospitalidad, contrastar pareceres, discernir en común?

En cuanto a la vida apostólica, a veces podemos sentirla como una mera tarea que nos agota o un trabajo rutinario que nos resta alegría. Desconectados del Señor que nos envía y nos acompaña en la misión, ésta se puede convertir en simple tarea que nos “estresa”. Y, entonces, necesitamos tiempos para “recargar pilas”, porque el servicio del Reino y el anuncio del evangelio nos dejan vacíos… Si es así, mal vamos. Surge entonces una tercera pregunta: ¿cómo vivimos nuestra vida espiritual? ¿entendemos nuestra experiencia contemplativa como una mirada sosegada a la inmensidad del océano o la puesta de sol? ¿o puede ser, más bien, nuestra contemplación un estar atentos a lo que ocurre por los caminos, auscultar las necesidades de los vecinos, olfatear la realidad cambiante de nuestro entorno, servir al prójimo?

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