Nos juntamos en Estepa, una vez al mes, para tener las clases del internoviciado en el convento de los franciscanos. Se encuentran postulantes y novicios de Sevilla, Granada y Málaga y vienen algunos formadores, es una experiencia bien enriquecedora a nivel intercongregacional. Cuando regresaba de allí con las combonianas una de ellas me dijo «¿Por qué no cuentas en VR lo que nos has compartido hoy del poder de las palabras?». Les había relatado una anécdota simpática que había vivido hacia unas semanas. Una mujer de mi grupo de madres del colegio, al terminar y quedarmos solas, me dijo: «¿Tu corres? Es que te veo tipo de corredora». Me dio la risa porque no puede estar más lejos de la realidad… Ahí quedó la cosa hasta que una tarde, de las que suelo salir a caminar, me acordé de lo que me había dicho esta madre, aquello del «tipo de corredora», y comencé a correr, primero tímidamente y luego me fui entusiasmando, casi llegué a los quince minutos. Me reía yo sola porque este primer intento lo habían provocado sus palabras. Alguien confía en que hay algo bueno en ti y esa misma voz que te llega lo hace posible, de alguna manera lo despierta, lo da a luz, te lo provoca. Me emociona ver la bondad que pueden albergar nuestras palabras, la positividad que llegamos a generar con ellas. Ese poder que tenemos para decirnos cosas que nos hagan bien, que nos pongan luminosidad en el rostro. Así serían las de Jesús. Sabemos que también sucede, tristemente, lo contrario que sin querer con las palabras podemos lastimarnos y apagarnos. Al menos pongámonos alguna señal que nos lo recuerde: ¿Cómo uso cada día este poder de mis palabras? ¿Cómo pongo en práctica su bondad?
En ocasiones, cuando no tenemos a mano las palabras apropiadas hay una expresión del rostro que refleja esta bondad. Así lo expresa Teresa Guardans en este bello fragmento sobre la carmelita Cristina Kaufmann: «Cuando me pidieron que escribiera sobre ella, confesé que sólo conocía su sonrisa. Su sonrisa, tan elocuente, que es una muestra de cómo amar sin hacer nada que aparentemente trascienda de la vida normal […]. Sonreía a los árboles, a las flores, a los caminos, a las montañas, a las nubes, a los pobres, a los ricos, a los enfermos, a los que no saben por dónde van. A esa multitud de seres que somos nosotros, que buscamos sólo eso, una sonrisa que nos lleve con alegría al corazón de Dios».