En el Evangelio del domingo se nos dice que las personas que escuchaban a Jesús se quedaban admiradas porque hablaba con autoridad, no como los escribas de su tiempo.
Lo escribas sabían toda la normativa legal (divina) al dedillo, creían conocer a Dios a través de la legislación (con sanción divina) que Él mismo había dado al pueblo elegido.
Pero Jesús es de otro modo. Cuestiona profundamente mucho de esa normativa que estaba llena de adherencias multiseculares. Pero no por el mero hecho de llevar la contraria, sino porque pone siempre en primer lugar al ser humano y su posibilidad de recreación, de volver a nacer de nuevo, de empezar siempre.
La autoridad de Jesús no se basaba en el aquí mando yo y se hace así porque siempre se hizo así (tan del gusto de algunos). Es una autoridad que brota del primer principio de Dios: la misericordia. Es un modo nuevo porque procede del corazón de Dios, de sus entrañas, de lo que tenía que haber sido siempre. Sin la deformación del afán de mandar y de someter de algunos seres humanos, incluso en el nombre de este Dios.
Jesús, en Dios, como Dios, tiene esa autoridad (no es sólo una buena persona que dice en privado lo que debería ser) y eso le cuesta muy caro. Tan caro que es condenado por los fieles, por los que detentaban la autoridad de Dios, sus intereses.
Porque el escándalo de la misericordia es demasiado hiriente. Hace que nos veamos a nosotros mismos en la esencia magra de la auto defensa egoísta, de nuestra vida acomodaticia, de nuestras mentiras pseudodivinas, del disfraz del bien que oculta tanta intransigencia, del ansia de comer el fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal para ser como Dios…
No perdamos nunca de vista la autoridad escandalosa de la misericordia, la autoridad de Jesús