Los primeros cristianos se sintieron escuchados y tomados en cuenta, entre otras cosas, por su “parresía”, esa energía que conmovía, entusiasmaba, y hacía que otros muchos descubrieran en ellos una alternativa humana que merecía la pena imitar. Así contagiaban por ósmosis su fe recién nacida, aquel Mensaje que se insuflaba casi espontaneamente en tanta gente que se sentía vacía o hastiada, cansada o sin rumbo. Un Mensaje que no era solamente un anuncio primero y primario, escueto y sintético, kerigmático decimos, de la palabra y la vida, la muerte y la resurrección del Jesús ya cristificado por una fe nueva y diferente, capaz de enardecer en su sencillez y en su hondura. Un Mensaje que era, además, “denuncia”, la profecía antigua de los grandes hombres y mujeres de fe de la mejor tradición judía, que se entrañaba y se purificaba en el hombre Jesús, crucificado y glorificado por su Padre Dios. La sal de los mejores profetas del Antiguo Testamento continuaba dando sabor y sanando heridas a los descendientes de Isaías, de Jeremías, de Oseas, de Amós… para enseñorearse en el Carpintero “irrebasable” que fue Jesús de Galilea.
El paso de los años llevó a la inevitable institucionalización del Mensaje. Y comenzó el asentamiento, la sedimentación, la ideologización, las inercias, las componendas, los matrimonios contra natura con otras instituciones políticas, o económicas, o culturales… El Mensaje fue perdiendo frescura, inocencia, fuerza, virginidad, osadía, libertad incluso. Es verdad que no siempre fue así: no dejaron de sucederse los profetas, los místicos, los mártires, los testigos, los disidentes, los contraculturales… Y de vez en vez renacía y se recuperaba la utopía original, la “primera inocencia”, la fuerza pentecostal del Resucitado.
Es la repetida historia de la Iglesia, posiblemente inevitable por los flujos y reflujos de la vida misma y del pecado de sus hijos, por los avatares de los hechos, por los acomodamientos e instalaciones por mor de una no siempre bien entendida “cristianización”. Y la denuncia arriesgada, el miedo al martirio, el riesgo de la profecía, la osadía de la utopía, se fueron destiñendo, se siguen -tal vez- escamoteando y solapando hasta casi convertirse en imperceptibles, en reliquias valoradas pero superadas “por la fuerza de los acontecimientos” y la necesidad de adaptación al sistema establecido del momento. Sería “lo eclesiásticamente correcto”.
Hecho en falta un poco más de denuncia en nuestra Iglesia, en mí y en muchos; un poco más de profecía atrevida. “¿Dónde están los profetas?” cantaba hace décadas Ricardo Cantalapiedra, si mal no recuerdo. Percibo como una a-patía de la profecía, una ausencia o pérdida del “pathos” cristiano original, nunca perdido del todo, pero quizás hoy postergado, silenciado, ignorado. Sólo evidenciado en voces y vidas testimoniales y en tantos mártires, cruentos o no, que conservan esa sal del profetismo judeocristiano. Nuestros mártires de hoy, como nuestros testigos, nuestros profetas, nuestros adelantados que denuncian sin ambages las grandes desigualdades, las inacabables injusticias, la pertinaz crisis, el silencio de los amordazados, la muerte en vida de tantos migrantes y descartados… son quienes mantienen vivo aquel Mensaje de quien pasó por la Cruz para convertirse en referencia y camino de sentido.