(FERNANDO MILLÁN). Como cada año me dispongo a terminar el 2016 participando en la carrera de San Silvestre en Madrid. No es sólo algo sano y demás, sino casi una tradición personal, una forma de agradecer el año que termina, corriendo, recordando a los que no están y -quizás bajo los efectos de la adrenalina y de los aplausos de la gente- sentir ese regalo continuo que llamamos vida, con todo el batiburrillo que conlleva… La carrera, valga el tópico, es una metáfora de la vida.
En el mundo de las carreras (del running como se dice ahora) ha habido siempre debates muy interesantes entre entrenadores, fisioterapeutas, doctores, etc. Uno de ellos, por ejemplo, versaba cobre la necesidad de estirar antes de correr. Algunos corredores africanos no veían tan clara esa necesidad que, sin embargo, viene recomendada por casi todos los médicos deportivos. Otro debate famoso trataba sobre los llamados “kilómetros basura”, es decir, esos kilómetros de entrenamiento en los que simplemente corres (trotas), sin forzar, despacio, a veces incluso sin un buen ritmo. Para algunos maratonianos eran kilómetros innecesarios e inútiles (o incluso perjudiciales) mientras que, para otros, estos kilómetros son los que dan la base para tener un buen fondo, madurar como corredor y poder aspirar a mayores distancias o mejores tiempos.
A mí esos kilómetros basura me recuerdan mucho a nuestra vida religiosa: esos años en los que aparentemente no pasa nada, años de servicio poco vistoso, fiel, constante, años en los que la persona se entrega con generosidad a la rutina del servicio diario, muchas veces callado y anónimo. Los que -por un motivo u otro- estamos en el “candelero” (valga el modismo), no deberíamos perder de vista el servicio de estas personas, hermanos y hermanas que quizás no escriben libros, ni ocupan puestos de responsabilidad, ni desarrollan ministerios o apostolados llamativos, sino muy normales, muy “estándar”…
Hay quien dice (jugando con los colores litúrgicos) que la vida cristiana “se juega en el verde” y tiene mucha razón. En los días de fiesta, en los fastos y celebraciones, en los centenarios y en los homenajes (todo ello muy bueno y muy necesario), todos somos extraordinarios, pero yo cada vez valoro y agradezco más la lealtad y la fidelidad del servicio cotidiano y escondido que se lleva a cabo en el “tiempo ordinario”. Quien no vale para el tiempo ordinario, no vale para la vida religiosa. Quien no es capaz de hacer muchos “kilómetros basura”, no vale para el fondo.
Ahora que empezamos un nuevo año, vaya por delante mi gratitud a todos esos hermanos y hermanas que siguen trotando, haciendo “kilómetros basura” sin preguntarse si valen la pena o no y haciendo posible que tantas cosas funcionen.