Podría haber sido la súper-noticia en la ciudad de Jerusalén y en su Templo. Sin embargo, la visita del Mesías-Niño casi pasa desapercibida. Se trataba del momento culminante de la historia del Pueblo de Israel: el Mesías anunciado por los Profetas, y esperado por tantos, estaba entrando en Jerusalén y se dirigía al Templo.
La realidad fue que ninguna autoridad religiosa o política estaba allá para recibirlo. Quien llegaba no venía rodeado de cortesanos, ni de soldados, ni de gente vitoreándolo: quien llegaba era una joven pareja de aspecto pobre y un niño apenas cuarenta días antes nacido y que era el primogénito.
La visitación de Dios pasa desapercibida
Las autoridades del Templo, tan habituados a “lo sagrado”, al ritual, no fueron capaces de descubrir al Santo que los visitaba, bajo forma humana. ¡Guías ciegos! El profeta Malaquías lo había predicho:
“He aquí que… El Señor a quien buscáis llegará de repente a su templo; el mensajero de la Alianza en el cual os deleitáis, he aquí que está viniendo, dice el Señor de los ejércitos. Pero ¿quién podrá resistir su llegada, quien podrá permanecer de pie cuando él aparezca?” .
Mal 3,1
Llegó a “los suyos” y “los suyos no lo recibieron”. Uno recuerda aquel canto: “Con vosotros está y no le conocéis”.
Ya en el templo, la joven pareja se mostró en todo momento obediente a la ley que exigía la purificación de la madre y el rescate del primogénito -aunque en su caso hubo de ser el rescate de los pobres-. Ella, la madre, hubo de confinarse cuarenta días -por mandato legal del Lev 12,2:
«Cuando una mujer conciba y dé a luz un varón, quedará impura siete días; será impura igual que durante los días de su menstruación. 3 Al octavo día le será circuncidada al niño la carne de su prepucio, 4 pero ella permanecerá purificándose de su sangre durante los treinta y tres días siguientes; no tocará nada santo ni entrará en el Santuario hasta que se cumplan los días de su purificación.
Lev. 12,2.
Y el hijo, por ser primogénito era propiedad de Dios y por no pertenecer a la tribu de Leví- debía ser rescatado para volver a la familia. María y José solo pudieron aportar el rescate de los más pobres.
El Espíritu Santo provee la Acogida
Todo iba sucediendo con la rutina con que suceden muchas cosas en el Templo. Pero el Espíritu Santo actuó a través de dos personas que él se escogió como cómplices: un laico Simeón -a quien misteriosamente impulsó para llegar al templo en ese momento- y una anciana viuda del templo Ana -a la que dirigió hacia la pobre pareja y el niño. Los dos esperaban el consuelo y la redención de Israel. Los dos esperaban un nuevo amanecer.
El laico Simeón recibió en sus brazos -de María- al pequeño Jesús. Emocionado y en pasmo divino cantó el “Nunc Dimittis” -ese himno que no dejamos de repetir todos los días en la oración de Completas-. Reconoció así en el pequeño Jesús el gran regalo de Dios para Israel -traía el Consuelo, después de tantas penas- y la luz para el mundo entero: “¡Mis ojos han visto tu salvación!”. Y mientras Simeón así se expresaba, José y María comprendieron mucho mejor el misterio que los envolvía: ¡atónitos, admirados!
Ana, la anciana, viuda y consagrada al servicio del templo, también reconoció al Niño Jesús: y su reacción fue alabar a Dios y hablar de Él a todos los que esperaban la redención de Israel.
Los intérpretes proféticos: Simeón y Ana
Ante el desconocimiento, insensibilidad e indiferencia de los Sacerdotes y Levitas, de seguro que Simeón se sintió decepcionado y comprendió proféticamente lo que ocurriría: que el niño sería “señal de contradicción”, unos a favor otros en contra. Profetizó un gran conflicto en el que la madre -a la que se dirigió, no a José- estaría también implicada. Ella, como un nuevo Israel, vería que la espada atravesaría el territorio de su corazón. Y si la espada era la Palabra de Dios, ésta llevaría a muchos a la vida, pero a quienes la rechazaran a la muerte.
Y la anciana (presbítera) Ana, contempla, alaba, transmite, congrega a la gente.
Y ¿nosotros?
Hermanas y hermanos,
que la visita de Dios en Jesús no nos pase desapercibida,
que su Palabra viva sea acogida en nuestro corazón.
No seamos como los ciegos e insensibles oficiales del Templo. No nos dejemos llevar por la rutina (¡siempre se ha hecho así!), ni por la falta de esperanza.
Algo está nuevo está llegando al mundo, a la Iglesia, a la vida consagrada, a vuestra Sociedad: el Espíritu nos impulsa -como a Simeón y a Ana- a salir de nuestro espacio y dirigirnos hacia esa periferia donde están presentes Jesús, María y José.
¡Esperemos el Consuelo, la Redención!
Dirijamos nuestra mirada hacia el mundo joven … aunque su apariencia nos parezca pobre, insignificante. Por ahí… sigue Dios haciendo nacer lo nuevo.
Volvámonos más inter-generacionales. Con nosotros no se acaba el mundo, ni la Iglesia, ni la Sociedad nuestra.
Bendigamos lo aparentemente poco que nos llega… porque ahí está la salvación.
Seamos como Simeón, como Ana: profetisas y profetas de una Perenne Navidad. Pidámosle al Espíritu Santo que nos la haga ver, contemplar y gozar…