Desde hace 25 años, cada dos de febrero, la Iglesia celebra la Jornada de la Vida Consagrada. Al instituir esta Jornada, Juan Pablo II indicó que los religiosos no sólo tenemos una historia que contar, sino, sobre todo, una gran historia que construir. No se trata, pues, de celebrar las glorias del pasado, sino de sentirnos estimulados a construir un presente y un futuro de fraternidad hacia dentro y de servicio hacia fuera, todo ello sostenido por la oración, o sea, por la relación personal y comunitaria con el Dios del Amor, que nos llama a reproducir en nuestras comunidades su misterio de amor, por el que las tres divinas personas se aman en el íntimo misterio de la comunión trinitaria.
La Jornada de este año lleva por lema: “la vida consagrada, parábola de fraternidad en un mundo herido”. El lema se hace eco de la condición llagada del ser humano y de la creación entera y busca ofrecer un signo de contraste ante esta situación. ¿La vida consagrada es de verdad una parábola de fraternidad? ¿Se realiza en ella la llamada apremiante de Francisco en su última encíclica: todas y todos hermanos? En nuestros días sentimos la herida del mundo en una epidemia que no cesa, pero también en otras epidemias, en tantos heridos por falta de pan, de techo, de calor humano; tantos heridos por adiciones, drogas, mal uso de la libertad.
La “parábola de la fraternidad” tiene una doble dimensión, hacia dentro y hacia fuera. Si nuestras comunidades no son lugares de fraternidad, de servicio mutuo, de perdón mutuo, de alegría compartida, de bienes compartidos, dejan de ser parábola, para convertirse en escándalo. También aquellas y aquellos que tienen una vocación “más solitaria”, pueden y deben vivir la fraternidad, pues como bien dice uno de los himnos de la liturgia, donde hay un cristiano “no hay soledad, sino amor, pues lleva toda la Iglesia dentro de su corazón. Y dice siempre ‘nosotros’ incluso si dice: yo”.
Ahora bien, una fraternidad que se queda sólo en el interior de nuestras comunidades o grupos, es un simulacro de fraternidad. El amor fraterno no excluye a nadie, tiene dimensiones universales. Por eso, una comunidad de consagradas y consagrados es el lugar donde se vive y realiza aquello mismo que luego esos consagrados quieren extender por el mundo. Desde esta perspectiva hay que considerar las obras evangélicas con repercusiones sociales que realizan tantas y tantos consagrados.
Sin duda, en la vida consagrada hay gente débil, pero también hay muchas fortalezas. A veces, los consagrados nos equivocamos y hasta pecamos, pero también los hay que hacen mucho bien. Toda luz tiene sombras, pero las sombras hacen que resalte la luz. Eso de las “jornadas” (de la mujer trabajadora, de la infancia abandonada, de los derechos humanos, de tantas cosas) no son cosa de un día. Son un recordatorio de una realidad importante que debe marcar toda una vida y realizarse todos los días.