Celebramos la Jornada de la Vida Consagrada. Quizá sea necesario o quizá caiga en la acumulación de eventos con los que de alguna manera queremos significar la diferencia de los días. Tenemos jornadas establecidas para casi todos y casi todo. Hoy, en cualquier caso, es el día de los consagrados.
Este mundo y estilo nuestro suele quedarse en la foto, lo visible, lo que se nombra y renombra… Son los coletazos de la cultura del escaparate de la que también la vida consagrada necesita escapar. Sin embargo, esta es una jornada buena para agradecer lo que pasa desapercibido, el don anónimo, los tiempos en silencio y sin publicidad de tantas mujeres y hombres que cada día se empeñan en tener el corazón limpio, la mirada nueva y la fe inquebrantable. Muchos de ellos llegarán al cielo sin que jamás su nombre aparezca en un medio de comunicación. La mayor parte, hace un recorrido diario de Evangelio que se nutre de próximos o prójimos que son los «sin nombre» de nuestro mundo. No deja de ser curioso que lo más importante de la vida consagrada sea su raíz «samaritana», aquello de lo que no se habla o conseguir hacer del evangelio un estilo de vida, una forma de amar, una totalidad para Dios presente en la humanidad.
Es el día de los pocos jóvenes que se acercan –para quedarse– en las casas aparentemente viejas de los carismas. No vienen como salvadores, ni estrellas… sino como aprendices de discípulos para ofrecer la novedad que el pueblo necesita. Es la fiesta y el día de todos ellos y ellas que no se creen súper, porque no lo son, pero entienden que su felicidad consiste en leer el mundo y las relaciones de otra manera y no renuncian a ello. Son necesarios, no imprescindibles; son pocos, pero en ellos está depositado el germen de porvenir de la vida consagrada. Es tan grande el don y la gracia de estos anónimos que a veces les toca salir adelante en contextos muy lejanos a sus orígenes, siendo migrantes en su propia congregación.
Hay un grupo grande de religiosas y religiosos que esperan la profecía de la transformación. Están en esa edad ambigua de ser mayores en la calle y todavía jóvenes dentro de sus casas. Son profetas de lo pequeño y lo concreto. Se mantienen por fe en una espera que solo el Espíritu puede llenar. Entraron en la vida consagrada cuando todos decían que estaba en crisis, se han formado en contexto de crisis y están dando fruto, en silencio, para transformar la crisis en providencia. Sostienen ejemplarmente obras que funcionaron ayer pero que se quedan pequeñas o distantes ante las necesidades de hoy. Con todo, se mantienen y cuidan. Oran cada día y ofrecen, venciendo su propia necesidad, clima de hogar en sus casas. La mayor parte no necesita la notoriedad ni la fama para ser felices porque tienen vocación. Hoy es su jornada.
Hay otro grupo muy numeroso de consagrados y consagradas que la calle llama ancianos y, sin embargo, están en plena actividad. Han vivido mucho –más de siete décadas–, han leído, han pasado por cargos sin habérselos apropiado, han soñado y siguen soñando. No se atan a lo conocido, no ven la vida con miedo, no se han quedado en una trinchera para juzgar lo que pasa, sino que saben que forman parte de lo que está pasando. Son anónimos, no necesitan que su nombre se resalte, porque tienen claro de quién se han fiado. Son ellos y ellas los que más se ofrecen en estos tiempos de pandemia aunque son «personas de riesgo». Lo más grande de este grupo de religiosos de la generación del Concilio es que no se han hecho escépticos, conservan inocencia de niño –al estilo de Jesús– y por eso sostienen e impulsan nuevas iniciativas, nuevos estilos de acogida y de perdón. Este colectivo de consagrados y consagradas vive la gratuidad y son ejemplares ante el desenfreno del consumo. No porque se dediquen a la crítica de quien no sabe vivir en libertad, sino porque son ejemplo de lo gratuito, de la felicidad compartida, de la fiesta del encuentro. Son austeros, pero no tacaños. Paradójicamente, estos y estas que nuestro mundo llama ancianos, son quienes más claramente están ofreciendo signos de libertad y puertas abiertas. Son los que menos exigen, porque probablemente disfrutan de más gracia; no se escandalizan de las debilidades de propios y extraños, porque han sabido reconciliarse con el propio escándalo cuando no respondieron a la gracia. Es la fiesta de todos ellos y ellas porque en ellos se verá palpable la transformación de la vida consagrada.
Es la fiesta, cómo no, de un número desproporcionado de ancianos y ancianas que siguen siendo imprescindibles en la vida consagrada. Son el grupo más numeroso, tanto que son y deben ser objeto de dedicación prioritaria de la misión de sus congregaciones. Muchos viven de lo que han sido; ofrecen diariamente al Señor una intimidad «sacramental» y plena de unidad. A veces expresan que este mundo y sus ajetreos no es ya para ellos ni ellas. No están en las redes, no las usan, no las necesitan. Saben que todo ha cambiado, pero han llegado a un punto de conversión que reconocen, perfectamente, a Quien jamás cambia. Es el grupo de nuestros súper ancianos y ancianas consagrados que caminan despacio, hablan despacio y sonríen despacio… viven despacio. Ven la vida desde un mirador lejano que les permite hacer síntesis de paz. Se han visto sorprendidos, con sus contemporáneos, por la pandemia que los hace todavía más débiles. No han cambiado sus hábitos, porque hacía mucho que vivían con poca relación social, pero suman a su acción de gracias el ser todavía más vulnerables. Es el día de todos los que están y los muchos que se han ido por una pandemia cruel. Tanta gracia y entrega no cae en el vacío y esta jornada, si a alguien pertenece, sin duda, es a todos ellos y ellas. Sus nombres e historias no aparecerán en los libros de historia, sin embargo, con tanta privación, creatividad y entrega, consiguieron dar a sus congregaciones y comunidades un tiempo apasionante de misión.
Y es que tanto, no cabe en un día. No puede caber. Es la fiesta de la gratuidad del Espíritu. De todos aquellos y aquellas que no piensan en sí, que siguen emocionándose ante los signos del bien. Es la fiesta de los que ven el bien; de los que miran lejos, de los que no se pierden en detalles de amargura. Es la jornada de los hombres y las mujeres con ganas de amar, con necesidad de amar; con la vida dedicada al amor. Es el agradecimiento por quienes han descubierto que la vida es valiosa cuando se regala y se pone al servicio de otros. Es la fiesta de todos ellos. Su fiesta. No necesitan placas, ni homenajes; ni una calle, ni ser titulares de la fachada de un colegio… Lo grande de la vida consagrada es que sabe que sus nombres están escritos donde tienen que estar: en el corazón de Dios. Y así esta presencia silenciosa y, a la vez, prescindible consigue anunciar al mundo que la fraternidad existe y es posible; consigue decirle a la Iglesia que se puede vivir sin nada cuando tu todo es Dios. Consigue decirle a toda persona, esté donde esté y viva lo que viva: «tú eres mi hermano» y no suena a vacío, suena a esperanza.