En esta cuestión está en juego la realidad de la Encarnación, la posibilidad del seguimiento, y la compasión de Jesús por nuestras caídas, pecados y debilidades. Jesús no asume una humanidad ideal, sino real; por tanto, una humanidad pecadora, hasta el punto de que san Pablo llega a decir que “Dios envió a su Hijo en una carne semejante a la del pecado” (Rm 8,3). Al colocarse a nuestro nivel, se comprende que Jesús nos llame a imitarle. Si ha pasado por dónde debemos pasar nosotros su llamada al seguimiento no es absurda, sino realista. Finalmente, si fue “tentado en todo igual que nosotros”, como dice la carta a los Hebreos (4,15), entonces puede comprender a los que son tentados y compadecerse de nuestras flaquezas.
Pecar no es lo propio del ser humano. Adán podía no haber pecado. Ahora bien, la tentación y, por tanto, la posibilidad de pecar, es propia de los humanos. ¿Cómo entender la tentación de Jesús? Jesús tenía capacidad para pecar, pero su actitud (o sea, su manera de enfrentarse a los acontecimientos, su estar siempre orientado hacia Dios) le impedía pecar. Cualquier persona en su sano juicio tiene capacidad para tirarse desde un sexto piso a la calle, pero su sensatez le impide hacerlo. Puede, pero no quiere, y en el no querer es donde su libertad se realiza plenamente, porque la libertad encuentra en el bien su mejor realización. Del mismo modo, Jesús no tenía ninguna inclinación al pecado, pero esto no significa que fuera impasible ante la tentación y no tuviera capacidad para sus malévolas propuestas.
Ahora bien, esta capacidad para el mal resultaba contradictoria con su opción fundamental y, en este sentido, cabe calificarla de humanamente absurda. Humanamente: ahí está la clave de todo este asunto. Un hombre puede ser capaz de muchas cosas y, en otro sentido, ser absolutamente incapaz de llevar adelante alguna de ellas. En el no querer el mal es donde uno demuestra su auténtica libertad y su dominio de sí.
El “no pecar” de Jesús es el triunfo del bien que le habita y por el que ha optado definitivamente. Su “no pecar” no es debido a ningún determinismo, a ninguna impotencia, ni a deficiencia alguna de su voluntad ante algo que supera sus fuerzas. Jesús era pecable en cuanto a su capacidad, pero impecable en cuanto a su inclinación al mal, por mucho que pudiera captar sus seducciones. Jesús se convierte así en el paradigma de toda libertad humana, que debe tender siempre a afincarse en el bien.