Importa caer en la cuenta de que quién asciende es el hombre Jesús o, dicho de otra manera, asciende una concreta naturaleza humana plenamente personalizada por el Verbo. Lo cual significa que, en el seguimiento de Cristo, todos los seres humanos pueden llegar a dónde él llegó. La liturgia lo dice de esta manera: Jesús “ha querido precedernos como cabeza nuestra para que nosotros, miembros de su Cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de seguirlo en su reino”. Jesús nos muestra la meta a la que todos aspiramos y, al mostrarla como posible, da seguridad a nuestra esperanza.
Pero hay más, pues una vez que ha entrado para siempre en el santuario del cielo, no se queda tranquilo e inactivo (de nuevo es necesario expresarse con nuestras pobres palabras), no le basta habernos mostrado la meta, está ansioso de que nosotros lleguemos y se preocupa para que no nos equivoquemos en el camino. Por eso, una de sus principales ocupaciones es la de rezar por nosotros. “Ahora, dice la liturgia, intercede por nosotros como mediador que asegura la perenne efusión del Espíritu”.
Jesús intercede ante el Padre para que el Espíritu Santo nunca nos abandone. Los creyentes hemos recibido el Espíritu Santo precisamente para vivir unidos a Dios y cumplir su voluntad, que no es otra que vivir en el amor. Por eso, el Espíritu transforma nuestro corazón en un corazón amante de Dios y amoroso de los hermanos y nos mueve a hacer el bien y a vivir con la mirada puesta en Dios.
La principal tarea de Jesús en el cielo, su fundamental preocupación es orar por sus hermanos que se han quedado en la tierra. Sigue estando, por tanto, en una profunda comunión con cada uno de nosotros, preocupado personalmente por cada uno, alentando secretamente a cada uno y anhelando el momento en el que su humanidad podrá abrazar la nuestra en un abrazo eterno que nos llenará de gozo y felicidad.