Si alguno quisiera tener la seguridad de que Cristo le ama y está junto a él, haría la misma pregunta que hoy le hace Juan: ¿Eres tú el que tenía que venir a mi vida? Y la contestación de Jesús sería la misma: ¿Qué ven tus ojos?
Supongo que hay más milagros a mi alrededor de los que percibo o estoy dispuesto a aceptar. Mi educación y el realismo en el que nos movemos me hacen creer sólo en lo científicamente demostrable. Por eso, he de hacer un ejercicio de sosiego para descubrir qué cegueras se curan ante mis ojos, qué cojeras dejan de entorpecer a los impedidos y qué sorderas desaparecen y permiten escuchar. Porque los milagros suceden.
A Juan no le quedó otro remedio que reconocer que Jesús estaba cumpliendo -sólo con sus obras- lo que decían las palabras de Isaías; no digamos ya con sus parábolas o sus consejos. Si Jesús era el esperado su trabajo había concluido. ¡Se había quedado en el paro!
En el Adviento se me pide estar en función de Cristo; preparar el camino a los demás y acercarles al Señor. Y una vez producido ese encuentro quedarme en segundo plano ya que se ha conseguido el objetivo. Y por lo tanto, como Juan, ¡me he quedado en el paro!
Sin embargo, me gusta saborear el éxito y los frutos de mi trabajo. Me encanta que me digan lo bien que lo hago y cómo ha sido -por mediación mía- la manera de acercarse a Cristo. Resulta que mi función ha acabado.
Y el Señor me lo recuerda para ponerme en mi sitio, para que sepa hasta dónde tengo que trabajar y lo que no soy. Y eso provoca en mí rebelión. Ocurre en casa, en el trabajo, en la parroquia o en las comunidades religiosas: Nos apropiamos del trabajo de Dios y sentimos que los frutos son nuestros. Pura contradicción porque queriendo servirle nos servimos de Él. Son nuestras contradicciones, las contradicciones de la Iglesia que confunden a los demás y ante las que dicen perder la Fe.
El Señor está por encima de todo eso, de ahí que nos diga: ¡Dichosos los que no se escandalicen de mí!
Uf, ¡qué expresión! Yo no me avergüenzo de Cristo. Me avergüenzo de mí por pensar que soy más importante en la vida de los otros de lo que soy. Y peor aún, al quitar a Cristo su lugar e intentar ocuparlo yo.
Darme cuenta de esto me ha costado mucho. El reconocerlo es ya un milagro que confirma la presencia de Cristo en la vida cotidiana: el reconocerlo y situarme.
Sólo por eso, hoy existe en el mundo un ciego menos. Al caminar junto a mis hermanos -ni por delante ni por detrás- un cojo menos. Y por escuchar atentamente la Palabra de Dios, un sordo menos.
Estos son los signos en mi vida. ¿Y en la tuya? ¿Cuáles son? Si los descubres y los muestras, tus hermanos estarán viendo milagros y entonces no tendrán que preguntar si el Señor ha de venir más veces porque estarán viendo con sus ojos que los ciegos ven, los cojos andan, los mudos hablan y los pobres son colmados del Amor de Dios