INSEGUROS Y ESPERANZADOS

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“Soléis decir: «Los tiempos son difíciles, los tiempos son duros, los tiempos abundan en miserias». Vivid bien, y cambiaréis los tiempos con vuestra buena vida; cambiaréis los tiempos y no tendréis de qué murmurar” (San Agustín, Sermón 311, 8).

Ante tantas preguntas como se nos formulan o formulamos: “¿hacia dónde va la vida religiosa?”, “¿qué futuro tiene?”, “¿qué transformaciones tiene que hacer?”, “¿sabemos hacia dónde vamos?”, “¿estamos respondiendo al cambio de época?”, “¿qué nuevos paradigmas hemos de implementar?”, ofrezco este recuento de consideraciones. Es cierto que experimentamos inseguridades, pero seguimos esperanzados. Cuando se resaltan los temores, se purifican y abrillantan las aspiraciones.

¿Qué nos produce inseguridad?

No somos de una casta diferente a la del resto de los mortales. Somos miembros de un mundo en el que los avances y el progreso son impresionantes. Flotamos y nos cuesta hacer pie en él. Vivimos a la intemperie. Somos vulnerables. La inseguridad anida en nuestro corazón casi de forma connatural. Todo esto incide, sin duda, en nuestra vida consagrada. Pero, si ajustamos el objetivo, observaremos que buena parte de nuestras inseguridades tienen estas y otras parecidas procedencias:

El adormecimiento y la anestesia que sufrimos por el bombardeo de los mensajes y de las ofertas de bienestar (el confort nos asfixia lentamente).

No acertar a encontrar a Dios en los acontecimientos ni reconocer que en ellos se derrama su bondad y compasión. La inhibición en la búsqueda de Dios.

La falta de integración entre relaciones y desarraigos, entre actividad y sosiego, entre cercanía y distancia en aspectos culturales y sociales.

No saber a qué atenerse ante los juicios de valor sobre la vida consagrada en la Iglesia. Constatar una identidad no enteramente clarificada, no plenamente asumida, no satisfactoriamente vivida.

No mirar de frente el radicalismo en el seguimiento de Jesús. Sus tajantes afirmaciones nos asustan.

El abatimiento que produce la desproporción entre los valores descubiertos y los valores vividos. La ambigüedad y consiguiente decepción en la renovación: “nosotros creíamos…”.

El desajuste que vemos entre la carencia de vocaciones y el elevado número de personas mayores que forman nuestras comunidades. El cansancio de las personas de mediana edad (Síndrome burnout).

Ver la cantidad de obras que están bajo nuestra responsabilidad, la complejidad que conllevan y la impotencia para llevarlas.

La perplejidad a la hora de dejar lo que tanto hemos acariciado. (Sin embargo, bien visto, muchas obras ni son imprescindibles ni necesarias).

El miedo a desaparecer y el retraimiento ante la espiritualidad del “resto”.

La dificultad para trabajar comunitariamente, en equipo.

La insuficiente integración de los laicos y los escasos avances de la misión compartida.

El déficit de entrenamiento para el gobierno en estas situaciones en las que hay que liderar las carencias, las suposiciones y los conflictos.

Las resistencias de quienes no acaban de dejar sus puestos. No han aprendido a dejar pasar y a traspasar.

Los jóvenes que rehúyen comprometerse de por vida.

La desconfianza ante lo diverso: generaciones, sensibilidades, culturas.

Las situaciones difíciles (enfermedad, ancianidad, destinos…) no encajadas en clima de fe.

Discernimiento

Como en todos los momentos cruciales de la historia, y el que vivimos lo es, se hace urgente el discernimiento a la luz del Espíritu, Señor y dador de vida, que clama en nosotros y pide decir:

Sí a la vida, al amor y la esperanza para todas las personas que sufren, que son humilladas, que no son tratadas con dignidad.

Sí a la gratuidad y al reconocimiento de cuanto transparenta la verdad, la bondad y la belleza y sí a la cultura del encuentro y al ejercicio de la inclusión.

Sí a la búsqueda del rostro de Dios, de su voluntad sobre nosotros, y sí a la confesión de la Trinidad, al signo de fraternidad y al servicio de la caridad.

Sí al seguimiento de Jesús, centro de nuestra vida consagrada, con todo lo que de radicalismo evangélico implica vivir las Bienaventuranzas.

Sí a la primacía del Espíritu, a cuanto es vida y comunión y a la lucha contra fuerzas diabólicas que enmarañan las relaciones, las desvitalizan, provocan envidias, suscitan y cultivan intereses de poder…

Sí a la fidelidad creativa a los orígenes fundacionales y a traspasar fronteras geográficas, ideológicas y religiosas. Sí al diálogo en todos los ámbitos.

Sí a una plena vida eclesial, participando y corresponsabilizándonos en su misión evangelizadora y promoviendo la misión compartida.

Sí a profundizar en las causas de nuestras crisis.

Sí a una más intensa y prolongada vida de oración, a la luz de la meditación asidua de la Palabra de Dios y a una celebración gozosa de la Eucaristía.

Sí al proceso de renovación que sigue su curso en las distintas áreas de la vida consagrada.

Sí a la espiritualidad del empequeñecimiento que es la espiritualidad de los pobres y de los niños, según el Evangelio.

Sí a la transparencia, a decirnos la verdad y a liberarnos de todas las esclavitudes que nos impiden estar disponibles para anunciar el Evangelio.

Sí a asumir estos “tiempos recios” que piden “amigos fuertes de Dios”1 y atreverse a correr la suerte de los profetas y de los mártires.

Y también decir:

No a la insensibilidad ante los desafíos del momento presente y no a la inoperancia ante los riesgos que nos llegan desde distintos frentes.

No a los controles, no a las alambradas y no a las fronteras que ponen los prepotentes para excluir a los más pobres o explotarlos a favor de sus intereses.

No a los miedos de ser pocos o no ser “significativos”. Abandonar los sueños del pasado triunfante.

No a los profetas de calamidades sobre la vida consagrada2.

No al nuevo gnosticismo. No basta comprender, es preciso creer.

No al optimismo ingenuo y voluntarista. El protagonista es el Espíritu.

No a las autojustificaciones inútiles. Somos pecadores amados por Dios.

No a la inhibición, al escepticismo, a la actitud de brazos caídos o del “a mí ya no me toca”.

No a la frivolidad en el pensar y en el comportamiento. Seamos serios y responsables ante este cambio de época y no nos dejemos seducir por las apariencias.

No a la “neo-restauración” ni al repliegue en las trincheras o posiciones adquiridas. (“No hay que balconear”, sino “callejear” , Papa Francisco).

No al cruzarse de brazos y a la “candidez” de que “todo se arreglará”.

No al pacto con la mediocridad, el aburguesamiento progresivo y al consumo incontrolado3.

(Artículo completo en Vr Octubre’2013)